Eduardo González Viaña
Víctor Jara (Chile, 1932-1973). |
En el segundo piso del entonces Instituto
Nacional de Cultura de Lima, Víctor Jara y yo estábamos conversando. En esos
días, el famoso cantante chileno terminaba una gira por el Perú. Era setiembre
de 1973. Faltaba una semana para que Víctor fuera asesinado.
Dicen que cuando uno va a morir repite
sus pisadas. Tal vez eso le ocurría. Por más de dos horas, me habló de su
infancia en Lonquén y de su madre quien le inspiró la canción más conocida de
su repertorio: “Te recuerdo, Amanda”. Recordó también la época en que estudiaba
en el seminario redentorista y pensaba en ser sacerdote.
Dos personas deseaban hablarle. Me
hice a un lado para no ser indiscreto, pero me di cuenta por los gestos que
Víctor estaba declinando una invitación. Lo último que dijo en voz alta fue: «Gracias,
muchísimas gracias, pero no».
En ese momento, me animé a invitarlo a
Trujillo: «En la universidad, todos querrán oírte. Puedes quedarte en una casa
que tengo. Quédate, hermano, todo el tiempo que quieras».
Víctor sonrió con tristeza: «Dices lo
mismo que esos amigos», y señaló a las personas con quienes acababa de hablar. «Quieren
llevarme a Quito y hacerme recorrer Ecuador. Y tú quieres que me quede a vivir
en Trujillo… No, Eduardo. Lo que ustedes tratan de hacer es evitar que yo
regrese a Chile».
En efecto, había mucho de eso en
nuestras invitaciones. Los periódicos señalaban que un golpe militar era
inevitable allí. Los ricos y los poderosos no podían tolerar las reformas
sociales iniciadas por el presidente Salvador Allende. Las empresas
trasnacionales conspiraban. En cualquier momento iban a comprarse un sargento
para que hiciera la tarea sucia.
«Tengo un deber con mi patria. Aprendí
a amar la justicia social en los días en que era seminarista, y me di cuenta
que esa era la verdadera prédica de Cristo. Por eso entré a la Juventud
Comunista. Si ocurre algo, debo estar en mi puesto de lucha». Arturo Corcuera y
yo lo acompañamos al aeropuerto.
El resto es conocido. El 11 de septiembre,
apenas tuvo noticias de lo que estaba ocurriendo. Víctor Jara se dirigió a la
Universidad Técnica donde laboraba. La consigna era resistir en los puestos de
trabajo. Se suponía que eso iba a detener a los golpistas, pero un batallón se
metió en el edificio a sangre y fuego. Se llevaron a todos los que quedaban
vivos. Los condujeron al estadio de Santiago.
A Víctor, en cuanto lo reconocieron,
le dieron “un trato especial”. Al cantor de los chilenos, y de todos los
jóvenes latinoamericanos, le colocaron las manos sobre una plataforma de acero
y se las trituraron. Luego de muchas otras torturas, expiró, mas eso no les
bastaba a sus verdugos. Le acribillaron el cuerpo con más de 40 balazos.
Las noticias señalan que los ocho
ejecutores del crimen han sido identificados. El oficial que lo dirigía no cesa
de hacer justificaciones lloriqueantes desde Florida, donde reside.
No importan ni los nombres ni el
rostro de los miserables. Deben de tener las mismas uñas sucias y los mismos
ojos asustados que los acompañarán hasta el fin de sus días. Más importa
responder otras preguntas: ¿quién dio las órdenes? ¿Quién mandaba al oficial? ¿Y
a su comando? ¿Y al general Pinochet? Los ricos, los grandes propietarios, las
empresas norteamericanas. Ellos aplastaron la democracia chilena y erigieron un
reino de terror con miles de presos, torturados y muertos. Ellos, y no los
resistentes, son los reales terroristas que espantan y oscurecen la historia de
nuestra América.
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