Juan Carlos Suárez Revollar
En algún momento, los primeros hombres
debieron buscar nuevas formas de entender aquello que les era incomprensible,
inalcanzable. Tuvieron que conseguirlo a través de la fabulación, y desde
entonces la ficción empezó a hacerse más necesaria para vivir. Es aquel el
hechizo que mantiene a la literatura colmada de vigor: su capacidad de llenar
con la fantasía los vacíos de la naturaleza humana, habitualmente tan
rutinaria, chata, aburrida.
No creo que haya mejor experiencia que
cruzar la línea —a menudo difusa— que separa realidad y ficción. Pero mientras
la lectura es la gran vía para transportarnos hacia otros mundos y otras
gentes, para evocarlos y revivirlos, el teatro nos permite compartir sus
historias en la plena realidad, contemplar a los personajes, hechos carne y
hueso, en la aventura humana que es su corta existencia.
Los dramaturgos griegos lo
comprendieron y reconstruyeron los lances de sus dioses y héroes —cuyas
actitudes y sentimientos eran más bien terrenos—, y los hicieron tragedias: ¿no
se nos antoja humano Prometeo a la espera de ser atormentado por traicionar a
los suyos para proteger a los hombres? ¿Y no es divina Alcestis cuando acepta
morir en lugar de su indigno marido? Siempre me he preguntado por las
sensaciones que debieron experimentar los antiguos actores mientras
interpretaban a sus divinidades. Y los actuales, ¿no deben igualmente encarnar
una personalidad, una realidad completamente diferente de la suya? Y claro,
deben mostrarse lo suficientemente convincentes para que más bien sea el
espectador quien crea en ellos, en la ficción, que vuelve a ser más poderosa
que la realidad.
La tentación de traspasar esa línea
del camino a la ficción mantendrá su constancia. ¿Dónde acaba la ficción y
dónde la realidad? ¿Qué hace ficticio a un personaje aunque tenga una base
objetiva? ¿Por qué son convincentes unos y otros no? La respuesta es bastante
esquiva, pero puede que la más acertada tenga que ver con el talento del
escritor, quien mientras escribe hace las veces del Creador, por su capacidad
de decisión sobre el destino y la providencia, sobre la vida y la muerte. Eso y
no otra cosa, es lo más fascinante de la literatura: nuevas vidas derivadas de
otra más cotidiana, cuya única fortaleza es la experiencia y la imaginación del
artista.
Pero el deseo, la pasión o el amor,
sublimados por las ilusiones y los sueños, son solo una parte de lo que la
representación dramática puede permitir. A mi juicio, el teatro rebasa la mera
contemplación de una realidad fingida. En tanto dure su representación, se
vuelve realidad real, no solo en la historia que relata, sino entre las fantasías
del espectador.
Soñar permite convertirnos —a
nosotros, como lectores o espectadores: simples mortales— en héroes literarios,
en aquellos que como Hamlet, aman, luchan, desean, vengan, sufren o mueren.
Puede que sentir aquellas emociones en la ficción no nos haga mejores personas,
pero sí seres humanos más completos.
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