martes, 26 de marzo de 2013

El gran teatro del mundo


Juan Carlos Suárez Revollar


En algún momento, los primeros hombres debieron buscar nuevas formas de entender aquello que les era incomprensible, inalcanzable. Tuvieron que conseguirlo a través de la fabulación, y desde entonces la ficción empezó a hacerse más necesaria para vivir. Es aquel el hechizo que mantiene a la literatura colmada de vigor: su capacidad de llenar con la fantasía los vacíos de la naturaleza humana, habitualmente tan rutinaria, chata, aburrida.
No creo que haya mejor experiencia que cruzar la línea —a menudo difusa— que separa realidad y ficción. Pero mientras la lectura es la gran vía para transportarnos hacia otros mundos y otras gentes, para evocarlos y revivirlos, el teatro nos permite compartir sus historias en la plena realidad, contemplar a los personajes, hechos carne y hueso, en la aventura humana que es su corta existencia.
Los dramaturgos griegos lo comprendieron y reconstruyeron los lances de sus dioses y héroes —cuyas actitudes y sentimientos eran más bien terrenos—, y los hicieron tragedias: ¿no se nos antoja humano Prometeo a la espera de ser atormentado por traicionar a los suyos para proteger a los hombres? ¿Y no es divina Alcestis cuando acepta morir en lugar de su indigno marido? Siempre me he preguntado por las sensaciones que debieron experimentar los antiguos actores mientras interpretaban a sus divinidades. Y los actuales, ¿no deben igualmente encarnar una personalidad, una realidad completamente diferente de la suya? Y claro, deben mostrarse lo suficientemente convincentes para que más bien sea el espectador quien crea en ellos, en la ficción, que vuelve a ser más poderosa que la realidad.
La tentación de traspasar esa línea del camino a la ficción mantendrá su constancia. ¿Dónde acaba la ficción y dónde la realidad? ¿Qué hace ficticio a un personaje aunque tenga una base objetiva? ¿Por qué son convincentes unos y otros no? La respuesta es bastante esquiva, pero puede que la más acertada tenga que ver con el talento del escritor, quien mientras escribe hace las veces del Creador, por su capacidad de decisión sobre el destino y la providencia, sobre la vida y la muerte. Eso y no otra cosa, es lo más fascinante de la literatura: nuevas vidas derivadas de otra más cotidiana, cuya única fortaleza es la experiencia y la imaginación del artista.
Pero el deseo, la pasión o el amor, sublimados por las ilusiones y los sueños, son solo una parte de lo que la representación dramática puede permitir. A mi juicio, el teatro rebasa la mera contemplación de una realidad fingida. En tanto dure su representación, se vuelve realidad real, no solo en la historia que relata, sino entre las fantasías del espectador.
Soñar permite convertirnos —a nosotros, como lectores o espectadores: simples mortales— en héroes literarios, en aquellos que como Hamlet, aman, luchan, desean, vengan, sufren o mueren. Puede que sentir aquellas emociones en la ficción no nos haga mejores personas, pero sí seres humanos más completos.

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