Carlos Calle
Después
del trágico final de su autor se cumplió el vaticinio para “La conjura de los necios”, en la voz de
Ignatius Reilly: «Están todas mis notas y
mis apuntes. No podemos permitir que caigan en manos de mi madre. Podría ganar
una fortuna con ello»; porque
lo que realmente importa en la literatura es una historia bien contada, fama de
que goza la novela que en su tiempo fue rechazada por las editoriales.
Los
personajes son peculiares, eso hace que esta novela sea considerada de culto, polifónica,
en las voces como en los actos, verdaderos engranajes de relojería: Ignatius
Reilly es el personaje en el cual gira la trama, ególatra, jesuita extinto,
tanto por los conocimientos adquiridos en la universidad y la fe que profesa.
Su madre por el contrario, personifica el binomio errático: pan de Dios y ebria
habitual.
La
dialéctica se hace presente en la literatura de John Kennedy Toole, la cual
muta y abarca prototipos de personajes; mediante diálogos, critican su
situación para depurar al Estado de la discriminación racial, el sistema
laboral y los vicios propios de una nación donde la ética del individuo se
aleja de la moral típica norteamericana. Chauvinismo exacerbado, donde la caza
de brujas al comunismo es manejada con humor negro, propio del intelectual que
usa el humanismo como una suerte de caja de Pandora: «Sospecho que se dan cuenta de que me veo obligado a actuar en un siglo
que aborrezco», menciona Ignatius en sus cotidianos soliloquios, siendo el
apartado postal la filosofía de un seguidor de Pirron en la Babilonia
capitalista de Nueva Orleans.
El punto
neurálgico es la visión holística de querer cambiar el sistema. Ignatius
comienza con las formas de producción, saboteando la fábrica de pantalones
Levy, sin la necesidad de recurrir a la semántica económica y los teóricos de
la Escuela Keynesiana. Los sueldos son ínfimos para Darlene y Jones, peculiares
personajes que trabajan en el Noche de Alegría, regentada por Lana Lee, otro
ser ácido, que usa por fachada el negocio de night club para vender material
pornográfico.
El lector
preferirá un final poético, un Ignatius Reilly encerrado en la mazmorra,
desligado de sus lazos edípicos, enfebrecido y entregado a perfeccionar su
visión del mundo en un extenso tratado filosófico que se aleja de un simple
constructivismo de nueva moral, porque la hipocresía del hombre está arraigada en
todos los niveles.
Solo los
locos, cruzados disimiles, son la prueba que un mal social también se resuelve
desde el quiebre del sistema y la sinrazón de lo humano.
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