Enrique Ortiz
Palacios
«¿Has leído “Rayuela”?», me preguntó
un vendedor de libros en la Avenida Grau, a inicios de los años 90, cuando
recién iniciaba mi vida universitaria. Yo le quedé mirando como un extraviado
mental.
Al ver mi reacción volvió a insistir:
«¡Cortázar, muchacho!, ¡Julio Cortázar!», y ahí lamenté la casi nula
orientación literaria que impartían en la universidad estatal donde estudié.
Así fue como conocí a Antonio, un
vendedor de libros —genial el tipo—, como Horacio Oliveira, el personaje de
“Rayuela”, con una vida tan enredada como la de los personajes de Cortázar.
Gracias a él supe de los más grandes referentes de la literatura
hispanoamericana. Por él conocí un estilo diferente de hacer literatura. La
forma como hablaba de las obras invitaba a ir corriendo al rincón más solitario
de tu casa para devorar el libro que reseñaba.
Y con “Rayuela” mi vida cambió. Mi
inocencia como lector de libros de Salgari, Verne, Homero, Wilde, Walpole,
Gorki, se vio alterada. Eso de guiarte por el tablero de dirección o leerla de
forma corriente, sólo hasta el capítulo 56, o iniciarla como a uno le diera la
gana, no me parecía coherente en un escritor. Y ese afán experimentador fue lo
que luego me sedujo. Ahí comprendí que en la literatura el autor no importa, no
es el “pequeño dios” que pretende ser.
Este libro democratiza el arte.
Cortázar incita a que el lector abandone la pasividad, a que polemice. Por eso,
a cincuenta años de la publicación de esta “contranovela”, se hace imperativo
volver a sus páginas, hurgar en ellas para buscar esas otras posibilidades de
la vida y de esa manera evitar esa absurda cotidianeidad que nos estupidiza
cada día más.
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