Sandro Bossio Suárez
Lo fundacional en Oswaldo Reynoso
Al cumplir diecisiete años leí dos libros que cambiaron mi forma de ver el mundo. El primero fue “Satiricón”, de Petronio, en una edición española que me prestó un tío político afecto a la literatura clásica. El otro fue “Los inocentes”, de Oswaldo Reynoso, en una edición popular que hasta ahora conservo, y que compré en la desaparecida librería Pacífico de la calle Real de Huancayo.
Ambos libros me parecieron una revelación. En “Satiricón” encontré una de las más originales y complejas obras literarias de la época romana imperial, y en “Los inocentes” un hermoso texto social que habla del florecimiento de una generación al lado más abyecto, pero al mismo tiempo tierno, del hombre.
Por feliz coincidencia, tanto “Satiricón” como “Los inocentes” tienen extraordinarios puntos comunes. Los que destacan son, en primer lugar, la renovación del lenguaje. Petronio refresca el expresión poética empotrando, por primera vez en la literatura universal, frases coloquiales, germanías de la época, muchas de las groserías que se usaban en la sociedad de Nerón. Oswaldo Reynoso, por su lado, introduce en la literatura peruana (y aún latinoamericana) un extraordinario repertorio de la locución popular de los años cincuenta. Pero no hace solo eso, registrar palabras adolescentes, sino que hurga en la psicología de los jóvenes peruanos de clase baja, presentándolos como seres vívidos, reales, materiales.
Otra coincidencia es el tema homosexual. En el relato romano se cuentan las aventuras de Encolpio, poeta truhán y vagabundo, y de su amante Gitón, joven hermoso y sin escrúpulos, condenados a vagar debido a las iras del concupiscente dios Príapo. El mismo tópico encontramos en los relatos peruanos encarnados en Cara de Ángel, Colorete, el Príncipe, Carambola y Rosquita, esos inolvidables personajes peruanísimos, que vagan en una urbe inhumana mecidos por los vientos de otro dios concupiscente: la sobrevivencia.
Ambos libros incrustan numerosos episodios menores con autonomía y valor literario propios, y ambos, en su conjunto, conforman una galería de aventuras singulares, extravagantes y eróticas, que dan vida a todo tipo de personajes: robadores, fanfarrones, depravados, peluqueros, mujeres sometidas por la lujuria. En suma, los dos son libros de pícaros, que –a decir de María Pérez Royo–, moviéndose en un mundo en descomposición, intentan sobrevivir en él.
“Los inocentes” fue escandaloso en su momento, sobre todo por la descarnada descripción de la vida sexual de sus protagonistas, y desató una enorme marea de críticas absurdas y pacatas, que Oswaldo Reynoso festejó como todo en la vida. Debido a esa admiración que su obra estimuló en mí, una vez, cuando todavía era adolescente, quise entrevistarlo. Él había llegado de Pekín por una breve temporada y ofrecía una conferencia en una municipalidad, de modo que corrí a verlo con mi grabadora enfilada, pero, totémico y rodeado de un enjambre ávido de jovencitos encuestadores, no pude ni acercarme. La vida, sin embargo, se ha encargado de unirnos. Oswaldo Reynoso ahora es mi amigo. Cada vez que nos vemos terminamos en alguna taberna en “plan de cervezas”, como suele llamarle él a esas aventuras nocturnas que tanto nos placen. Más ahora que el gran maestro cumple ochenta años y su primer libro, perpetuo, cincuenta. En esos momentos, rodeados de espuma, humo y aserrín, pienso en la última coincidencia entre “Satiricón” y “Los Inocentes”: ambas son inmortales. Tan inmortales como el propio Oswaldo Reynoso.
Lo fundacional en Oswaldo Reynoso
Al cumplir diecisiete años leí dos libros que cambiaron mi forma de ver el mundo. El primero fue “Satiricón”, de Petronio, en una edición española que me prestó un tío político afecto a la literatura clásica. El otro fue “Los inocentes”, de Oswaldo Reynoso, en una edición popular que hasta ahora conservo, y que compré en la desaparecida librería Pacífico de la calle Real de Huancayo.
Ambos libros me parecieron una revelación. En “Satiricón” encontré una de las más originales y complejas obras literarias de la época romana imperial, y en “Los inocentes” un hermoso texto social que habla del florecimiento de una generación al lado más abyecto, pero al mismo tiempo tierno, del hombre.
Por feliz coincidencia, tanto “Satiricón” como “Los inocentes” tienen extraordinarios puntos comunes. Los que destacan son, en primer lugar, la renovación del lenguaje. Petronio refresca el expresión poética empotrando, por primera vez en la literatura universal, frases coloquiales, germanías de la época, muchas de las groserías que se usaban en la sociedad de Nerón. Oswaldo Reynoso, por su lado, introduce en la literatura peruana (y aún latinoamericana) un extraordinario repertorio de la locución popular de los años cincuenta. Pero no hace solo eso, registrar palabras adolescentes, sino que hurga en la psicología de los jóvenes peruanos de clase baja, presentándolos como seres vívidos, reales, materiales.
Otra coincidencia es el tema homosexual. En el relato romano se cuentan las aventuras de Encolpio, poeta truhán y vagabundo, y de su amante Gitón, joven hermoso y sin escrúpulos, condenados a vagar debido a las iras del concupiscente dios Príapo. El mismo tópico encontramos en los relatos peruanos encarnados en Cara de Ángel, Colorete, el Príncipe, Carambola y Rosquita, esos inolvidables personajes peruanísimos, que vagan en una urbe inhumana mecidos por los vientos de otro dios concupiscente: la sobrevivencia.
Ambos libros incrustan numerosos episodios menores con autonomía y valor literario propios, y ambos, en su conjunto, conforman una galería de aventuras singulares, extravagantes y eróticas, que dan vida a todo tipo de personajes: robadores, fanfarrones, depravados, peluqueros, mujeres sometidas por la lujuria. En suma, los dos son libros de pícaros, que –a decir de María Pérez Royo–, moviéndose en un mundo en descomposición, intentan sobrevivir en él.
“Los inocentes” fue escandaloso en su momento, sobre todo por la descarnada descripción de la vida sexual de sus protagonistas, y desató una enorme marea de críticas absurdas y pacatas, que Oswaldo Reynoso festejó como todo en la vida. Debido a esa admiración que su obra estimuló en mí, una vez, cuando todavía era adolescente, quise entrevistarlo. Él había llegado de Pekín por una breve temporada y ofrecía una conferencia en una municipalidad, de modo que corrí a verlo con mi grabadora enfilada, pero, totémico y rodeado de un enjambre ávido de jovencitos encuestadores, no pude ni acercarme. La vida, sin embargo, se ha encargado de unirnos. Oswaldo Reynoso ahora es mi amigo. Cada vez que nos vemos terminamos en alguna taberna en “plan de cervezas”, como suele llamarle él a esas aventuras nocturnas que tanto nos placen. Más ahora que el gran maestro cumple ochenta años y su primer libro, perpetuo, cincuenta. En esos momentos, rodeados de espuma, humo y aserrín, pienso en la última coincidencia entre “Satiricón” y “Los Inocentes”: ambas son inmortales. Tan inmortales como el propio Oswaldo Reynoso.
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