sábado, 16 de abril de 2011

Las pinturas negras de Goya

Josué Sánchez

Considerado por unos el último de los clásicos y, por otros, el primero de los modernos, Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828) fue un pintor de contrastes. De apasionada personalidad, su obra muestra una rebosante vitalidad o un profundo pesimismo, la ternura más honda o la más acerba ironía, producto de la fina sensibilidad de un genio enfrentado a las paradojas de su tiempo.
El siglo XVIII, época de transición y cambio, de fastuosas monarquías y revoluciones libertarias, donde las luces de la razón alumbraron monstruos de muerte y guerra, fue el escenario ambiguo que Goya pintó con maestría y agudo sentido crítico. Sus conocidos retratos de la nobleza, obras de corte realista mayormente realizadas por encargo, fueron estudiadas formas de mostrar la decadencia de esa clase social, en contraposición a los retratos de los anónimos personajes del pueblo tratados con singular afecto. Sus series de grabados “Los caprichos” y “Los desastres de la guerra” no sólo muestran la exuberante imaginación del pintor, sino también una feroz crítica a la sociedad de la época.
Pero donde Goya reveló realmente su libertad creativa fue en “Las pinturas negras”, serie de catorce pinturas al óleo ejecutadas entre 1820 y 1822 sobre las paredes estucadas con yeso de la Quinta del Sordo, su casa sobre el río Manzanares en Madrid, adquirida ya con ese nombre.
Goya era un anciano enfermo, sordo y casi ciego cuando pintó estos murales, así llamados por su contenido sombrío y tenebroso y por su gama de color reducida al blanco, al negro y a los tonos verdosos y castaños. En ellos aparece claramente delineada la idea general de la maldad y la crueldad humana, en visiones atormentadas de extraño significado, en las que se entrecruzan elementos profanos y sagrados.
En el “Aquelarre” es estremecedor ver una multitud deforme y sombría adorando al Mal, un macho cabrío vestido de fraile, rodeado por una multitud de brujas con ojos vidriosos, desfigurados por el vicio y la concupiscencia, una de ellas con toca de monja. La figura de “Saturno devorando a uno de sus hijos” muestra una repulsiva voracidad, alegoría tal vez del hambre universal. Un hambre que en la vejez se convierte en maldición, suma de apetitos soterrados, insatisfechos, como las desdentadas bocas de “Dos viejos comiendo”. Pero quizá la imagen más desoladora es la del “Perro enterrado en arena”, atrapado vivo en la oscura aridez de la arena, con el blanco ojo fijamente clavado en la amarilla vacuidad de la nada, terriblemente triste y abandonado a la desesperanza de una muerte anunciada.
¿Con qué propósito pintó Goya estas escenas? Unos dicen que se trató de una broma pesada del pintor. Otros opinan que fueron producto de una mente alterada por la enfermedad, la soledad y la melancolía. Nosotros compartimos con Ortega y Gasset el convencimiento de que expresan “una insólita pero auténtica y lúcida conciencia trágica de la existencia humana.” Goya sabía de eso. Sus últimos años estuvieron marcados por el aislamiento en que lo sumió su sordera y por la incomprensión de la gente. Amenazado y atacado por sus coterráneos, que lo tildaban de loco, se vio obligado a dejar España, muriendo en Burdeos, Francia, a los 82 años de edad., sin que la paz le alcanzara en la tumba Cuando años después sus restos fueron exhumados se descubrió que su cabeza había sido robada.

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