sábado, 9 de abril de 2011

EL FOLKLORE QUE YO VÍ

El cuy salvó el matrimonio
Luis Cárdenas Raschio

Por los años 60 me contrataron para tomar unas fotos de un matrimonio en el barrio de Azapampa, perteneciente al distrito de Chilca en Huancayo. Un mes antes de la boda, acompañé a los padres del novio a la pedida la mano, acontecimiento al que llevaron unas doce cajas de cerveza, gallinas listas para la olla, ¬bien peladitas; una docena de cuyes, también peladitos; dos canastas con frutas y panes para los futuros compadres. Una orquesta típica acompañaba al novio y a sus amigos, el futuro suegro quien ya estaba bien picadito dijo: “Bueno pues, así, ya les doy la mano de mi hija, venga un abrazo a mi futuro yerno”, se abrazaron todos los presentes, después de una cena con “hualpachupe” y cuy colorado.
Y por fin llegó el día, un domingo 17 de julio a las nueve de la mañana, todos los invitados acudieron a la Capilla de Chilca, el novio estaba nervioso porque no llegaba la contrayente. El padre Cuadros impacientemente empezó la misa, porque tenía que ir a Sicaya a celebrar otra.
Casi a la mitad de la ceremonia llegó la novia acompañada por sus padrinos y familiares. El padre Cuadros empezó a realizar la boda, pero primero pidió las arras. Ésta es una antigua costumbre hebrea basada en usar 13 monedas, que simbolizan la promesa de cuidar los bienes familiares futuros. Ambos cónyuges las intercambian ante el altar, comprometiéndose a compartir responsabilidades –las monedas de plata eran de nueve décimos¬-, luego el cura procedió a bendecir los aros y continuó con la ceremonia. Al término tomé las fotos de estilo a todos los presentes. A la salida de la iglesia se acercaban los parientes y amigos para abrazar a los novios, dándole un clavel rojo al novio y uno blanco a la novia. Una vez terminados los abrazos y besos, tomamos un carro de la empresa Soria, que fueron los primeros omnibuses Tambo - Azapampa, con el cual llegamos a la fiesta. La puerta de entrada estaba adornada con un arco hecho de eucalipto y de retama, y a los costados llevaba dos tallos de maíz con sus respectivos choclos, en la parte superior de la puerta colgaban dos muñecas, una blanca y otra negra, también colgaban un par de platos blancos enlozados, dos tazas, cubiertos, un pellejo y al medio una “huayunca”.
- La muñeca blanca representa al hijo legítimo, la negra es para que no venga un hijo ajeno. Los platos, tenedores y cucharas, para que no falte con qué comer, la “huayunca”, para que abunde la comida, y el pellejito para que siempre haya amor y abrigo.
La orquesta empezó a tocar el Danubio Azul, pero ni los novios, ni los padrinos sabían bailar. Alguien gritó: “Un Huayno”, y así empezó la jarana. Todos bailaron con los recién casados, los novios se dirigieron a la mesa, especial para los recién casados, y empezó un desfile con todos los invitados para saludarlos y entregarles una caja de cerveza. La pareja les convidaba chicha, mesclada con los pétalos de claveles y, en un ratito, se juntaron más de 50 cajas. La orquesta comenzó a tocar la música de las “once” y al compás de ella apareció la familia de los novios llevando lechones, gallinas, canastas de frutas y panes, todo para los padrinos, quienes, conocedores de las costumbres, habían llevado costalillos para guardar todo lo obsequiado.
Después de un almuerzo suculento en papa a la huancaína, mondongo con abundante carne, y como plato de fondo: arroz, papas y medio cuy colorado, acompañado con chicha de jora, anís y vino. Terminado este pequeño almuerzo empezó “La palpa”. Se formaron dos grupos entre la familia de la novia y la del novio. En primer lugar los padrinos ingresaron llevando una cocina a kerosene y un juego de ollas. Le siguió el padre de la novia, quien les dio una cama de dos plazas con colchón y fresadas; los padres del novio, no se quedaron atrás y en una fuente llevaron un terrón cúbico de tierra acompañado por la escritura de una chacra, todos los asistentes aplaudieron este gesto. Luego los demás asistentes llevaron a los recién casados sus regalos al compás de las dos orquestas. Los nuevos esposos retribuían esto otorgando una o dos cajas de cerveza, de acuerdo al regalo.
Así avanzaba el día y el novio estaba inquieto, algo buscaba en sus bolsillos y no encontraba lo que buscaba, se me acercó y me dijo:

—Tienes que ayudarme a salvar mi matrimonio, de lo contrario esto va a ser una batalla entre todos.
—¿Qué es lo que tengo que hacer?—pregunté.
—Tienes que conseguirme un poco de sangre en una botellita— respondió mientras me daba 20 soles.

Lo primero que hice fue buscar un envase y me acordé que tenía el estuche de la película fotográfica, entonces pregunté entre las tiendas aledañas si había algo parecido a sangre y no hallé nada. Parecía que una de las tías ya sabía del problema y me llevó a su casa, agarramos un cuy macho, le cortamos el cuello y llené el envase que tenía. Así, volvimos a la fiesta recomendándole que no diga nada.
Los padrinos habían tomado la palabra y dijeron: “Ha llegado la hora esperada del Palomay”. Se formaron dos colas a puertas del cuarto nupcial; las damas daban consejos a la novia sobre cómo debía comportarse. Unas decían que no grite, que aguante, que no duele mucho, y los varones al novio le aconsejaban diferentes estilos y formas. Yo tuve que darle mi consejo: “Si puedes haz el salto del tigre”, y en un descuido, de los que seguían a la cola, le di el estuche con la sangre de cuy. Terminados los consejos, entraron los novios al cuarto, el padrino cerró la puerta poniéndole siete candados, y después de media hora empezaron a sacarlos diciendo: “Van uno, van dos”, hasta llegar al último, la orquesta comenzó a tocar un Santiago y las jovencitas cantaban: “Ya no puedes, ya no jalas”, todos esperaban que salga el novio hasta que por fin lo hizo y todos gritaron: “¡viva, todavía podía!”. El recién casado llevaba consigo la sábana blanca manchada de sangre, el cuy salvó el matrimonio.

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