No hay nada más fácil para parecer tonto que escribir una microficción. También puede suceder lo contrario y mostrar a este escritor como alguien que ha rozado los cielos. Esto también les ocurre a los poetas, pero en esos terrenos líricos no me meto. Hoy no.
El escritor de microficciones, por supuesto, evita a toda costa caer en banalidades, mas debe recurrir a ellas, no por banalidades en sí, sino porque éstas le pueden ofrecer múltiples posibilidades de escarbar en lo cotidiano, de permitir restallar algo a simple vista nimio. Otro de los riesgos de caer en la tontería es el pretender ser ingeniosos. De esto puedo dar un ejemplo. Pensemos en un lugar conocido. Digamos Roma. Referentes, allí tenemos a montones. Pensemos en “La Boccadella Verita”. Por solo mencionarlo, el lector ya se prepara para el ingenio del autor. Una sonrisilla se asoma a sus labios. Quizás este gesto ya sea un signo de la tontería por venir. Pero no me adelanto. Continúo. El escritor ingenioso tratará de meter la mano de algún incauto personaje en esta gran boca de piedra. Ya sabemos lo que pasaba históricamente, y con ello jugamos para lo que pueda pasar en el presente de este personaje. Tanto el escritor como el lector saben que lo decisivo, el momento de tensión y el giro se tienen que dar en la mano que no va a salir, si queremos un final abierto, o en cómo va a salir esa mano, si deseamos un final cerrado y, por qué no, sorpresivo. Sorpresas a estas alturas del mundo.
El escritor en mención, entonces, se lanza y escribe: "Al retirar discretamente la mano de La Boccadella Verita, me satisfizo verla de nuevo, salvo por los siete dedos con los que ahora contaba". Ni se les ocurra emocionarse, no al menos en público. Este es el recurso más empleado por los escritores. Es como sacar conejos del sombrero. Los que tienen cierto oficio lo saben. Esta historia, por tanto, solo sorprende a los que se enternecen con los conejos, no a usted.
Ahora, otra cosa sería si metemos la mano a La Boccadella Verita y sacamos un conejo. Ni se atreva a dudar de la ingeniosidad de su creador, porque ese es otro recurso a la mano: imponer y convencer de tal ingenio. Si no lo hace el escritor, de eso se encargará su editor, el crítico o el profesor universitario que lo invita a su clase para sacar conejos ante sorprendidos estudiantes que observan con la boca abierta.
El escritor de microficciones, por supuesto, evita a toda costa caer en banalidades, mas debe recurrir a ellas, no por banalidades en sí, sino porque éstas le pueden ofrecer múltiples posibilidades de escarbar en lo cotidiano.
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