Pedro Guillén
En 1920 se aprobó la Enmienda XVIII de la Constitución de los Estados Unidos implantándose la era de la Ley Seca, prohibiéndose la fabricación, venta y transporte de licores; así como su importación y exportación. Paradójicamente, esta ley no consiguió más abstemios, sino más delincuentes, desafiando la moral y las buenas costumbres; casi nadie respetó la Ley Seca. El tráfico del licor se convirtió en un gran negocio por ser una actividad clandestina que no pagaba impuestos. Además, con la complicidad de jueces y policías corruptos proliferaron muchos locales llamados “speakeasies” (hable despacio), donde se ofrecían mujeres, alcohol y jazz para quienes pagasen lujos prohibidos. En aquel campo de la ilegalidad se multiplicaron los pistoleros. Uno de los más famosos hampones fue Al Capone, en Chicago; hasta que en 1924 el gobierno estadounidense procedió a una radical reorganización del FBI (Federal Bureau of Investigation) bajo la dirección de Edgar Hoover.
La caída de la Bolsa de Nueva York, en 1929, provocó la depresión económica nacional que duró una década. En 1933, el gobierno de Roosevelt canceló la Ley Seca –después de 13 años de vigencia– desarticulando el oficio de tantos maleantes y bandas de traficantes, por lo que éstos tendrían que volcarse a otros delitos en un país que nunca supo restringir la venta de armas; entonces, la nueva línea del trabajo ilegal fue el asalto a las gasolineras, los bares, los restaurantes, las armerías y sobre todo los bancos. Esto dio a la fantasía popular una presencia heroica de muchos pistoleros, porque durante la crisis económica, los bancos fueron los villanos al adueñarse de tierras, granjas y comercios que no pagaron sus hipotecas. Este asunto fue tratado por la literatura social de la época –entre otros– en “Viñas de ira” de John Steinbeck.
Increíble, el progreso ayudó al delito: tener mejores armas, autos y carreteras, suponía facilitar la fuga tras los asaltos; la mayor difusión en los diarios, revistas y radios contribuyó también a crear un pedestal para algunas figuras mayores del crimen. Esas “nuevas estrellas” fueron: John Dillinger, “Baby Face” Nelson, “Ma” Barker, “Pretty Boy” Floyd, “Machine Gun” Kelly, Roger “Terrible”; además de la extendida mafia que comandaban Lucky Luciano o Salvatore Maranzano. Aquella galería de la década infame tuvo un lugar especial para Bonnie Parker y Clyde Barrow, más populares como “Bonnie & Clyde”. Algunas de sus fechorías fueron novelescas, en especial, porque robaban bancos, con lo cual asumían el papel de redentores. La fama les ubicó un sitio en la Enciclopedia Británica que les abrió un camino para la posteridad. También generó muchos artículos periodísticos y libros. El capitán de carreteras de Missouri, Ernest Raub, escribió un extenso artículo donde los justifica a la altura de su leyenda. También menciona que Clyde escribió a Henry Ford elogiándolo por el auto Ford V8, por su gran resistencia y velocidad. Otro dato curioso, Bonnie escribió un largo poema titulado “La historia de Suicide Sal”.
La poetisa y su socio fueron culpables de secuestros, incontables robos y trece asesinatos. En 1934, la policía los acribilló, precisamente, en el auto de su fantasía: un Ford V8. Luego ese vehículo fue objeto de culto popular.
Entre 1920 y 1929, los pistoleros tuvieron una inusitada fama real, a lo que el cine sonoro contribuyó entusiastamente, creando todo un género. Tal es así que, solamente entre 1930 y 32 se filmaron: “El pequeño César” con Edward G. Robinson, “El enemigo público” con James Cagney y “Scarface” con Paul Muni, este último caso basado en la vida o carrera delictiva de Al Capone. En los años subsiguientes, el género policial creó otras estrellas: Humphrey Bogart, George Raft y Spencer Tracy. Es más, junto a este género apareció también el cine de denuncia social con “Soy un fugitivo”, “Gloria y hambre”, “Ellos no olvidarán”, La mujer marcada” o “La legión negra”, que aludían a las cárceles, el desempleo, los linchamientos, el Ku klux klan. Tampoco la historia verídica de Bonnie y Clyde, presente en los diarios desde 1930, convertida en leyenda a partir de su muerte, no podía ser ignorada por el cine. En efecto, se hicieron siete versiones desde 1937, siendo la más importante el film de Artur Penn (1967) que con toda justicia obtuvo el Óscar para la actriz secundaria Estelle Parsons y para el fotógrafo Burnett Guffey. En los roles estelares: Warren Beatty, Faye Dunaway, Gene Hackman, Gene Wilder y por supuesto, Estelle Parsons. Después de 44 años de su producción, esta película sigue siendo tan fresca y vigorosa como en su estreno; con su historia, su violencia, su ocasional belleza y también sus limitaciones.
La poetisa y su socio fueron culpables de secuestros, incontables robos y trece asesinatos. En 1934, la policía los acribilló, precisamente, en el auto de su fantasía: un Ford V8.
Bonnie & Clyde
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