lunes, 7 de mayo de 2012

Hablar para figurar

Sandro Bossio Suárez
Creemos que decir el nombre de las cosas en otro idioma nos da más distinción. No sabemos, sin embargo, que ese acto, en lugar de enriquecer nuestro idioma, lo empobrece hasta la inanición. A continuación, un divertido recorrido, una reminiscencia, por la metamorfosis última de nuestro idioma. Una amiga me invitó la semana pasada a un «baby shower» y yo recordé que, en mi caso, sólo tuve una modesta recepción de bebé, versión antediluviana de esta fiesta obsequiosa no precisamente para los bebés sino para los fetos. Entonces caí en la cuenta de que, ahora, muchas de nuestras actividades y productos, aún cuando siguen siendo los mismos, han cambiado de nombre. Por ejemplo, hoy las insignias se llaman «pines», las comidas frías «lunchs», los adelantos del cine «tráilers» (con mis primos íbamos a las matinés y teníamos un mejor nombre: «réclames») y el reparto de las películas «casting». En esa época usaba pantalones cortos en lugar de «shorts» y los chicos leíamos revistas (o «chistes») en vez de los coloridos «comics» de ahora; coleccionábamos desteñidas figuritas (o «figus») en lugar de los tornasolados «stikers»; y los escolares llevábamos nuestros panes con mantequilla en la fiambrera en lugar de en las modernas «loncheras» y «táperes» (de «tupper-ware»). Tomábamos leche cortada en lugar del «yorgurt» y todos éramos felices porque nadie se preocupaba por la comida «light». En los ochentas, lo más extranjero que hacíamos era masticar un «chiclet». Ahora, en cambio, hemos extranjerizado casi todos nuestros gustos: ya casi no tomamos cerveza con todo lo que nos gusta sino «chop» (atendidos casi siempre por los «barman» o los «bartender», esas personas que trabajan detrás de una barra sirviendo bebidas y que antes se llamaban tragueros) y ya no pedimos jugo de plátano (el de la isla es mi favorito) sino de «banana». Entonces comíamos las «salchichas» sin la elegancia que tienen los «hot dogs» y saben mejor si los compramos en el «supermarket» (o en su versión acortada, en el «súper»). Ahora que he viajado por varias partes del mundo sé que la salsa de tomate que consumía de chico es idéntica al «kétchup», «catsup» o «catchup», que ahora invade nuestras pollerías, sobre todo las dedicadas a los pollos «broaster», pero que cuesta más porque tiene más «caché». Mis amiguitas de la primaria usaban medias, pero cuando alcanzaron la secundaria las cambiaron por los embarazosos «panties» (maldito invento, pues a mí me resultó imposible lidiar con ellas: más que unas prendas siempre me parecieron verdaderos cinturones de castidad). Ellas mismas, cuando descubrieron las playas del sur, empezaron a usar «bikinis» en lugar de sus bonitos trajes de baño; más tarde impusieron el «body»; y, ahora último, las «leguis» en lugar de las bonitas mallas que tan bien ceñían los muslos de algunas de mis enamoradas. Pero los chicos tampoco nos quedamos atrás: cambiamos el grosero calzoncillo por el glamoroso «boxer» o el erótico «slip», versión algo más apretada y pequeña de los pantaloncitos calientes que mamá me ponía de niño. Cuando llegó la edad, froté mi rostro casi lampiño con una «after shave» que, por supuesto, dejó mi piel muchísimo más fresca y tersa que la anticuada loción que usaba mi padre. La publicidad tenía como herramientas a los carteles y a los anuncios, que ahora se han convertido en «posters» y «spots», y todavía no existían «aliens» sino solo extraterrestres. En el mundo corporativo, los empresarios solían hacer negocios en lugar de «business» y todavía no existía el «marketing». Poco después entendí que los maricones son la versión más rústica de los sofisticados «gays» y que el deporte de correr olas es la versión ramplona del currutaco «surf». Ahora mismo resulta más insolente ir de campo que de «camping», como es más irrespetuoso estacionar que usar el «parking». Yo de pequeño tuve mucamas y ni me imaginaba que esas sencillas y bondadosas muchachas en realidad se llaman «baby-sitter». Y hablando de oficios, antes los «brokers» y los «brodcasters» se llamaban, sencillamente, corredores de bolsa y radiodifusionistas. Los managers eran los representantes artísticos y, cuando fungían de productores, hacían «casting», como prueba especializada para el mundo de las candilejas. Y cuando íbamos a los espectáculos intentábamos ganar sitio en la zona delantera (o en el palco) que hoy se llama zona «vip». Del mismo modo, antes llamábamos vestíbulo al «hall», teníamos sentimientos en lugar de «feeling» y hoy sacamos «tickets» en lugar de boletos, preparamos «sandwiches», adquirimos compacts (aunque sea piratas), practicamos «footing» y «joging», concurrimos a los «video pubs», enviamos «mailings» y hacemos «training», vamos al gimnasio a practicar «fitness» y «aerobics» (en mi escuela, ignorante y desorientado, yo los practicaba con el rústico nombre de gimnasia, vaya barbarie). En esos años felices las personas se hacían cirugía plástica (es decir, se hacían planchar el rostro) y hoy, porque es más «cool», recurren a los «liftings». No existían las «top model» que adoraban los «body fitness» y los «cocktailes» donde hay «bitter» y «roast beef» (forma moderna de la carne rostizada que, aunque es lo mismo, engorda más y es menos saludable). En la televisión todavía no existían los magazines, ni los «talk show» (ni mucho menos los «reality show»), ni el «ranking» nuestro de cada día. Por todo esto no me sorprendió escuchar la versión pituca y «nice» del Padre Nuestro: No nos dejes caer en tentación porque, o sea, tuyo es el reino, el poder y la gloria, o sea eres de otro nivel, y además eres «hipercool» y estás en «never change»… En el nombre del «daddy», del «junior», de la palomita. Amen.

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