Jhony
Carhuallanqui
En agosto de 1972, la prestigiosa
revista National Geographic
presentaba en portada la sorprendente historia de un grupo de primitivos
varados en la edad de piedra: los Tasaday.
La isla de Mindanao se convertía así en el punto de encuentro de antropólogos,
historiadores, sociólogos, psicólogos y lingüistas, todos impacientes por
comprender y aprender de este retazo de historia de la humanidad preservada en
la jungla filipina.
Vivían en cavernas, usaban
taparrabos de hojas de orquídeas, comían raíces, hojas, frutas silvestres; desconocían
la agricultura y ganadería, eran los típicos recolectores y cazadores.
A través de Manuel Elizalde, el gobierno filipino
mandó cimentar un muro (custodiado por militares) alrededor de ellos para no
“contaminarlos” de civilización: consumismo, egoísmo, ambición y frivolidad.
En 1980, el escándalo
superó la curiosidad: vivían en chozas, usaban jeans, tenían cuchillos de metal
y habían firmado un “contrato” con el gobierno para “actuar como cavernícolas”,
y obtener regalías de los turistas y académicos dispuestos a verlos o
estudiarlos en su “hábitat natural”.
Artículos, conferencias, memorias, ensayos, documentales y reseñas terminaron
en el basureo y ningún académico que se respetase volvió a tocar el tema.
Los Tasaday
fueron una gran mentira y los científicos sociales ¡se la creyeron! Quizá por
la buena actuación de los nativos o tal vez por la poca pericia científica que
los obnubiló.
Igualmente,
hubo culturas vilmente utilizadas: en Perú, el boom del caucho obligó a pincelar el cuerpo de nativos Boras, Uitotos y Andoques para hacerlos
ver más primitivos (salvajes) a fin de justificar su incapacidad de ser
pasibles de derechos, y así ser esclavizados en la explotación del “shiringa”. Cuanto más salvaje se veían,
menos derechos tenían.
Unos
30000 nativos fueron exterminados, entintaron con sangre el Putumayo por la
codicia de Julio Arana y su Peruvian
Amazon Company. Este “Barón del
Caucho” mandó edificar la ostensible
Casa de Hierro (Iquitos) que simbolizaba la osadía e impunidad de un hombre
que hacía y deshacía contratos con la misma arrogancia que inmolaba a los
nativos.
Por
otra parte, en ocasiones, extrañas y a veces extraordinarias, las tribus han
aparentado ser ingenuas a fin de que el investigador “se vaya contento”: Nigel Barley publicó una suerte de
novela - memoria titulada: “El
antropólogo inocente”, en la que cuenta con
humor —y a veces resignación—, sus peripecias con la tribu Dowayo (Camerún). El extraño era él y los nativos se burlaban, pues su
desconocimiento de los sistemas culturales
le hacía cometer cada humorada que los locales creían que se hacía al
tonto. Confesaría luego que él no se hacía, lo hacían tonto.
Así es que
entre tribus inventadas, manipuladas o burlonas, el hombre va conociendo el
espectro cultural que lo rodea, aunque su entusiasmo desmedido a veces lo ha
limitado en su objetividad: cómo no mencionar el célebre eslabón perdido: El Hombre de Piltdown, que 45 años
después sabríamos con asombro y desconsuelo que se trataba de un cráneo
“armado” con los dientes en quijada de un orangután, el diente suelto de un
mono y el cráneo de un hombre de la edad media.
A pesar de
todo, aún seguimos buscando el eslabón perdido. Konrad Adenauer tiene la respuesta: “Creo que he encontrado el eslabón perdido entre el animal y el hombre
civilizado: somos nosotros”. Totalmente de acuerdo.
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