Cortázar a lo largo de mi vida
Sandro Bossio Suárez
Conocí a Julio Cortázar cuando tenía 14 años y leí un cuento
sobre el extendido tema del doble: “Una flor amarilla”. Lo encontré en una
antología de pocas páginas y, como era el único relato que allí figuraba del
argentino, partí en busca de un libro completo de él. Así me topé con
“Bestiario”, que me sacudió como una corriente eléctrica, sobre todo al leer
“Casa tomada”, “Circe” y “Lejana”, tres monumentos de la cuentística
latinoamericana donde Cortázar inaugura su más innovador y original estilo
literario y ya se muestra como el maestro del relato corto.
Definitivamente, el segundo libro, con muchísimas más sorpresas,
me subyugó hasta el límite: traía cuentos realmente magistrales, de golpes
certeros, como “Continuidad de los parques”, esa maravilla de quinientas palabras que nos involucra
en otro texto literario (el que lee el protagonista) y termina con una puñalada
que nos devuelve a la realidad. “No se culpe a nadie” es el relato también en
clave fantástica de un suicida paranoico y “La puerta condenada” un texto de
horror que conmueve. “Las Ménades” y “El ídolo de las Cícladas” son otros dos
relatos geniales, sobre todo el último en el que un idolillo histórico termina
por absorber el espíritu y la voluntad de dos hombres. “Axolotl”, fascinante narración fantástica, es el relato que más
me impresionó por su anécdota genial y su final impactante. “La noche boca arriba”
es, desde luego, el cuento más portentoso del volumen, por su juego entre lo
onírico y lo real, pero, personalmente, también me impacté con “Final del juego”,
ese extraño cuento sobre niñas que juegan a ser estatuas y trenes de carbón que
pasan lentamente por una extraña propiedad particular.
Luego vinieron otros libros y otros cuentos: “El perseguidor”,
que narra la historia de un extraordinario saxofonista, Johnny, que muere de una imposible sobredosis de
marihuana. “Todos los fuegos, el fuego” es otro pilar del cuento cortazariano.
Sin embargo, el libro que me zambulló por completo en su
universo y que me hizo aficionarme a él fue, sin duda, “Rayuela”. Es la novela
más rica, significativa, impresionante que tuve en mis manos durante mucho
tiempo. Incluso, en varias oportunidades, por su factura y riqueza estructural,
por su riqueza en la contextualización política y de personajes, pensé que era
la novela más importante que había leído en mi vida. Ahora no pienso así, sin
embargo, estoy convencido de que se trata de una obra maestra sin comparación,
una verdadera revolución de la narrativa latinoamericana y mundial. Tanto que,
recuerdo, cuando terminé de leer la y me enteré de que su autor acababa de
morir, no pude contener el llanto.
Después, esporádicamente, mientras releía las maravillas ya
conocidas, iba encontrando nuevas cosas: “La vuelta al día en ochenta mundos”, “Octaedro”, “Alguien que anda por ahí”, “Un tal Lucas”, “Territorios”, “Queremos tanto a Glenda”, “Deshoras”.
Destaca también su extraño libro “Historia de cronopios y
famas”, colección de cuentos, reflexiones y minificciones en tono surrealista
que tienen como finalidad desbordar la imaginación. El volumen se divide en
cuatro partes: “Manual de instrucciones”, “ocupaciones raras”, “material
plástico” e “historia de Cronopios y de Famas”.
Y también vinieron otras novelas: “Los premios”, “62 Modelo para armar”,
“Libro de Manuel” y
“Divertimento”, esta última publicada cuarenta años después de escrita y que, a
diferencia de las otras, mantiene una línea narrativa más conservadora y una
historia sugestiva que incluye médiums y misterios por resolver.
Últimamente, cuando ya no creí
encontrar nada nuevo de Cortázar, salió a luz “Papeles inesperados”, un libro
de misceláneas que, separados la paja y el ripio, contiene una serie de textos
originales y algunas nuevas versiones de los ya publicados. En él, además,
encontré un apotegma que me hizo conocer al Cortázar humano: “La risa ella sola
ha cavado más túneles útiles que todas las lágrimas de la tierra”.
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