Diana Casas
Borges decía que
la historia encierra en sus espejos la memoria, y que el sueño y la fantasía, o
el temor, tejieron mitologías y cosmogonías. En cada recodo de la historia se
escribió un pedazo de vida, y el recuerdo de este trozo de vida se guardó en
los espejos de la memoria para no olvidarlos.
La historia se
hizo así, de realidad y razón, de sueños e ilusiones; quizá de esperanzas
depositadas en el brillo de cientos de velas encendidas una fría madrugada
serrana en una pequeña iglesia erigida en lo alto de un cerro sagrado, de una
huaca, a cuyos pies, horas más tarde, un bucólico pueblo andino estalla en
color y vida cuando, luego de la misa y de la procesión de la sagrada imagen de
la Virgen
bendita, el aire se llena del sonido de violines, “huaccras”, arpas, “tinyas”,
“pinkullos”, clarinetes y saxos, y el paisaje se transforma con el alboroto de
las bandas de músicos y la muchedumbre de danzantes que invade las calles
colmando el corazón de alegría.
Pandillas de
pastores “kalachaquis” luciendo sombreros de paja y patriótica banda bicolor;
majestuosas coyas ataviadas con coronas de flores y plumas en actitud señorial;
parejas de chonguinos de rizadas cabelleras negras: ella, vestida de cotón y
con máscara de mujer coqueta, y muñeca a la espalda simulando su hijito mestizo,
él con careta y vestimenta de español en actitud hierática; toda la negrería
marinera de vasallos y guardacampos alineada en dos columnas, con anclas o
galeones de plata en la mano; burlescos chutos con máscaras de cuero e
indumentaria de “yanacaconas”.
Y como telón de
fondo, los personajes de un drama aún no resuelto: un Inca y su corte de
pallas, auquis, ñustas, cahuides, chasquis y chutos; junto a un Pizarro de casco y coraza,
acompañado de una comitiva de soldados ibéricos, el padre Valverde y el traidor
intérprete Felipillo, para escenificar la captura del último inca, Atahualpa,
el Gran Señor, el Apu Inca caído en desgracia, símbolo del fatal momento en que
se fracturó el Tawantinsuyo y nació el Perú social y culturalmente
contradictorio de las muchas sangres y realidades.
Toda una
amalgama de expresiones populares de contenidos múltiples: identitarios, de
control social, paródicos, de resistencia ideológica, moralizadores,
reivindicativos, creados y recreados en el distrito de Sapallanga, 8 kilómetros al sur de
Huancayo, en la margen izquierda del río Mantaro.
Con igual
motivo, en la misma margen pero hacia el norte, en Apata, los personajes de la
Tunantada marcan su rítmico paso; mientras, al frente, en la margen derecha, en
Orcotuna, en columnas sincronizadas flanqueadas por negros y chutos, parejas de
chonguinos ricamente ataviados bailan la suerte de aristocrático minué que es
la Chonguinada, junto a comparsas de Avelinos de harapienta y singular ropa.
Más al sur, en
Marcatuna, anexo del distrito de Huáchac, en la provincia de Chupaca, la danza
de los Auquish, o de los “viejos”, celebra a la Virgen de Cocharcas
parodiando con gracia los movimientos cansinos de los ancianos frente al brío
de su espíritu juvenil. En tanto que otra danza local, la Morenada, sirve de marco a la fiesta de la “Mamanchic”
Cocharcas en Tres de Diciembre, también distrito de Chupaca.
En los cinco
distritos del Valle del Mantaro, llegada la noche, los estallidos de los
castillones llenan las plazas de soles y ruedas multicolores que giran locamente,
y los olores sulfurosos que despiden los cohetes y bombardas, se confunden con
los suculentos aromas que salen de las ollas de las vivanderas que atienden
solícitamente a los danzantes de los conjuntos folclóricos que desfilan sin
cesar por las calles, bailando, riendo y bebiendo; mientras en las casas
municipales los poetas y escritores se reúnen en tertulias literarias y
los concursos de estampas reclaman la
atención de los encantados visitantes.
Aunque el 8 de
septiembre es el día central, la fiesta de la Mamacha Cocharcas
dura varios días y en el caso de Sapallanga, más de una semana. Celebran los
distritos ya nombrados y también Quichuay. Los pueblos de Ahuac, Iscos, Chupuro
y Cocharcas, anexo de Sapallanga, lo hacen en los días de la “octava”. Son
jornadas intensas cargadas del fulgor del fuego de una cultura viva, en el valle más rico en
historia y paisaje del país.
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