La decadencia y el valor de la virilidad
latinoamericana
Juan Carlos
Suárez Revollar
«Los cachorros» es una de las novelas cortas más
impactantes del último medio siglo. Esta nueva afirmación —por ser
estrictamente personal— puede sonar dudosa: constituye el pico más alto de la
obra de Mario Vargas Llosa, quien alcanzó con ella un nivel de perfección
formal y estructural que supera largamente al resto de sus novelas, algunas de
las cuales son genuinas piezas maestras.
Publicada en
1967, abarca desde la niñez hasta la adultez de cinco amigos miraflorinos. El
centro de la narración es un integrante tardío del grupo, Pichulita Cuéllar, y
en particular, lo que acontece con él tras el accidente —su tragedia; tal como
los grandilocuentes planteamientos del estadounidense William Faulkner—. Haber
sido capado por el feroz perro del colegio constituye el final de toda una
etapa para él. De ser el alumno más brillante, capaz, perseverante y promisorio
del grupo, con un brillante futuro en ciernes, se convierte —por los
privilegios que le otorgan sus padres y maestros como compensación— en
holgazán, inseguro, grosero y antipático. La causa es clara: la carencia del
miembro viril lo obliga a estar en permanente autoafirmación. Es decir, a
pretender demostrar que es el más fuerte, intrépido y osado, cualidades todas
muy asociadas con la masculinidad latinoamericana.
«Los
cachorros» es un audaz experimento en la presentación formal de los puntos de
vista y del narrador. Vargas Llosa cuenta la historia a través de un
narrador-testigo, que fluctúa entre los cuatro amigos de Pichulita Cuéllar; y
también entre la primera y tercera persona. El narrador omnisciente y los
cuatro personajes-narradores toman la posta del relato de oración en oración, y
aun dentro de una misma frase.
Gabriel García
Márquez escribió que «en el primer párrafo de una novela hay que definir todo:
estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún
personaje». Uno de los mejores ejemplos de tal afirmación se encuentra en el
arranque de «Los cachorros», donde se establece la multiplicidad de puntos de
vista y de narradores-testigo, además del uso en una misma oración de la
primera y tercera persona: «Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no
fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos
aprendiendo a correr olas, a
zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces.
Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat».
La
presentación cronológica de la novela es, en su mayor parte, lineal. Está
organizada en seis capítulos, cada uno de los cuales comprende un ciclo de la
vida del grupo: Cuéllar el niño modelo hasta el accidente; el inicio de la
adolescencia; el final del colegio; desde los enamoramientos serios a la
decepción con Teresita Arrarte; la desenfrenada y decadente vida del joven
Pichulita Cuéllar hasta la resignación a quedar eunuco; y finalmente, los matrimonios
y los umbrales del envejecimiento.
Pese a ciertas
características individuales que insinúa el autor, los narradores mantienen más
bien una personalidad grupal, que se superpone entre unos y otros, y absorbe a
las respectivas novias en cuanto aparecen. Ya había un esbozo de este perfil
entre los vecinos del Poeta, en «La ciudad y los perros», aunque esta vez el
tratamiento ha sido distinto, y el grupo ha ganado profundidad en desmedro de
los individuos. Cuéllar es la excepción. Sus pensamientos y conflictos
interiores nunca son revelados directamente, pero aparecen como indicios a
partir de lo percibido por sus amigos, y de esa manera lo podemos conocer más
que a nadie.
Vargas Llosa
ha afirmado que «Los cachorros» es su obra con la mayor cantidad de
interpretaciones críticas. Como en otros ejemplos de gran literatura, son todas
válidas. Pero más que un significado o una tesis, se imponen las placenteras
horas de lectura de una breve novela que explora temas que también preocuparon
a otros grandes novelistas de esta patria grande que es Latinoamérica.
Hemingway
& Faulkner en Los cachorros
Hay dos
características saltantes de la prosa de Ernest Hemingway y William Faulkner.
Mientras en el primero se encuentran diálogos sencillos, vivaces, construidos
en contrapunto y aparentemente triviales pero de gran significación; en el
segundo está la escritura densa, de oraciones extensas, donde diestramente se
salta de punto de vista o de tiempo narrativo. Mario Vargas Llosa tomó ambas
formas de contar una historia, y en un genial híbrido que es «Los cachorros»,
integró las formas dialógicas y la fluidez narrativa de Hemingway en la
compleja maraña —construida a partir de la intercalación de técnicas— de
Faulkner (también habría que destacar como un antecedente los apartados
titulados «El ojo de la cámara», de la «Trilogía USA», de John Dos Passos).
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