martes, 11 de septiembre de 2012

¿Quechuañol?


Enrique Ortiz Palacios





Alguna vez nos ha ocurrido, en nuestra interrelación social, que nos enfrentamos a la duda de la correcta escritura o pronunciación de una palabra o que alguien, de alguna manera, nos ha corregido un exabrupto idiomático que nos hizo sentir incómodos. Y tal vez deberíamos preguntarnos: ¿es el idioma una puerta de acceso a la cultura, a un grupo social, al mundo? Pues creo que sí. Hoy más que nunca necesitamos comunicarnos mejor, pues a estas alturas de la vida si no defendemos el idioma terminaremos siendo material didáctico de alguna clase de historia del futuro.
Te imaginas el primer día de clases presentándose a tu profesor de esta manera: “Empréstenme atención alumnos, en aquí, en esta institución se viene a aprender. Espero que haigan comprendido”. Tengo dos hipótesis, la primera que no te des cuenta en lo más minino de los horrores y errores de pronunciación; o la otra, que termines decepcionado. La relación con las palabras es similar a la pesca solitaria, si tienes las herramientas adecuadas serás preciso al “pescar”. Si intentas asirlas con las manos se podrían resbalar.
En mis años de “estudiante-profesor” he ido comprendiendo que la tarea de enseñar el “uso correcto del idioma” tiene sus complicaciones. Recuerdo, por ejemplo —en mi afán de defender el idioma— que realizaba las correcciones a mis estudiantes sin considerar su “contexto”, es decir la relación con los amigos y  padres. Que si quería corregir a un estudiante, tenía que ir más allá de las aulas, ir a sus casas, conversar con sus vecinos del barrio y eso es inconcebible, pues el idioma no es estático, tiende a diferenciarse y a ello llamamos sociolecto. Por eso es comprensible que nuestros jóvenes inventan formas de comunicación especiales, lo que solemos llamar jerga juvenil, con la intención de crear un espacio solo para ellos, en el que no tienen cabida los adultos.
Pero debemos explicarles que el uso pertinente del idioma nos integrará a otros grupos sociales, nos ampliará el horizonte cultural, nos ayudará a defendernos de los bravucones, nos permitirá argumentar de manera ordenada y sintética, nos hará más felices.
En el Perú no hablamos castellano o español y la mayoría tampoco el quechua. Cuando alguien dice: “comeré una rica pachamanca” o “yo soy limeño” se ha mezclado, si se quiere, dos idiomas: “pachamanca” y “limeño” no tienen origen español. Según Garcilaso de la Vega, el topónimo Lima es una degeneración de la voz "rimac", que en castellano significa "el que habla", en referencia a un oráculo muy venerado por los indígenas y que, por extensión, se llamó así a todo el valle y a su río.
¿Es que acaso soy ahora un partidario de la “indiginización” del  castellano? No. Lo que percibo es que el hombre de estas regiones, sintiéndose ajeno al castellano, se ve en la necesidad de modificarlo hasta convertirlo en un elemento propio, acaso un nuevo idioma: ¿el “quechuañol”?
Pero debemos tener en cuenta que la transformación de un idioma es lenta, paulatina, serena y no violenta, que el cambio de un idioma no atenta contra la gramaticalidad. Por eso no es conveniente decir “venguen muchachos” (dígase vengan) ni mucho menos “espero que no haiga clases” (dígase haya), “en aquí tengo una moneda” (quítese “en”). 

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