Enrique Ortiz
Palacios
Alguna vez nos ha ocurrido, en nuestra
interrelación social, que nos enfrentamos a la duda de la correcta escritura o
pronunciación de una palabra o que alguien, de alguna manera, nos ha corregido
un exabrupto idiomático que nos hizo sentir incómodos. Y tal vez deberíamos preguntarnos:
¿es el idioma una puerta de acceso a la cultura, a un grupo social, al mundo?
Pues creo que sí. Hoy más que nunca necesitamos comunicarnos mejor, pues a
estas alturas de la vida si no defendemos el idioma terminaremos siendo
material didáctico de alguna clase de historia del futuro.
Te imaginas el primer día de clases
presentándose a tu profesor de esta manera: “Empréstenme atención alumnos, en
aquí, en esta institución se viene a aprender. Espero que haigan comprendido”.
Tengo dos hipótesis, la primera que no te des cuenta en lo más minino de los
horrores y errores de pronunciación; o la otra, que termines decepcionado. La
relación con las palabras es similar a la pesca solitaria, si tienes las
herramientas adecuadas serás preciso al “pescar”. Si intentas asirlas con las
manos se podrían resbalar.
En mis años de “estudiante-profesor”
he ido comprendiendo que la tarea de enseñar el “uso correcto del idioma” tiene
sus complicaciones. Recuerdo, por ejemplo —en mi afán de defender el idioma—
que realizaba las correcciones a mis estudiantes sin considerar su “contexto”,
es decir la relación con los amigos y
padres. Que si quería corregir a un estudiante, tenía que ir más allá de
las aulas, ir a sus casas, conversar con sus vecinos del barrio y eso es inconcebible,
pues el idioma no es estático, tiende a diferenciarse y a ello llamamos
sociolecto. Por eso es comprensible que nuestros jóvenes inventan formas de
comunicación especiales, lo que solemos llamar jerga juvenil, con la intención
de crear un espacio solo para ellos, en el que no tienen cabida los adultos.
Pero debemos explicarles que el uso
pertinente del idioma nos integrará a otros grupos sociales, nos ampliará el
horizonte cultural, nos ayudará a defendernos de los bravucones, nos permitirá
argumentar de manera ordenada y sintética, nos hará más felices.
En el Perú no hablamos castellano o
español y la mayoría tampoco el quechua. Cuando alguien dice: “comeré una rica
pachamanca” o “yo soy limeño” se ha mezclado, si se quiere, dos idiomas: “pachamanca”
y “limeño” no tienen origen español. Según Garcilaso de la Vega, el
topónimo Lima es una degeneración de la voz "rimac", que en
castellano significa "el que habla", en referencia a un oráculo muy
venerado por los indígenas y que, por extensión, se llamó así a todo el valle y
a su río.
¿Es que acaso soy ahora un partidario
de la “indiginización” del castellano?
No. Lo que percibo es que el hombre de estas regiones, sintiéndose ajeno al
castellano, se ve en la necesidad de modificarlo hasta convertirlo en un
elemento propio, acaso un nuevo idioma: ¿el “quechuañol”?
Pero debemos tener en cuenta que la
transformación de un idioma es lenta, paulatina, serena y no violenta, que el
cambio de un idioma no atenta contra la gramaticalidad. Por eso no es conveniente
decir “venguen muchachos” (dígase vengan) ni mucho menos “espero que no haiga
clases” (dígase haya), “en aquí tengo una moneda” (quítese “en”).
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