miércoles, 3 de octubre de 2012

¡Diablos en la literatura oral andina!


Juan Carlos Suárez Revollar



La literatura oral ha constituido, desde el albor de los tiempos, la mejor forma de transmitir saberes e ideas de una generación a otra, a través de historias que funcionaban como parábolas o lecciones de vida. Con el paso de los años, y ya en tierras americanas, los conquistadores españoles comprendieron que podía utilizarse como una potente herramienta de control social.
Esa es una de las conclusiones que esgrime la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas en su ensayo «El diablo en la ideología del mundo andino». Pero la afirmación más relevante del estudio es que la figuración demoníaca y todas sus variantes no formaban parte del imaginario andino prehispánico, sino, más bien, fueron introducidas con la llegada de la cultura ibérica a la sierra central.
Debido al limitado alcance de las leyes para reglamentar el comportamiento de las gentes, había la necesidad de buscar una forma de rebasarlas para establecer reglas de conducta que eliminaran faltas como la lujuria, el incesto o cualquier otra actuación inmoral, como parte de un control social sistemático. Es entonces que se echó mano de las mitologías occidentales: la dualidad de Dios y el diablo para cumplir la función de castigar el comportamiento pecaminoso en una esfera mística y sobrenatural que rebase el alcance humano.
El mundo de los wankas prehispánicos —nos dice Córdova Rosas— estaba dividido en tres estadios: el superior, o de las deidades; el medio, de los hombres y animales; y el interno, de los muertos y gérmenes. «El diablo o demonio —agrega— no habita en ninguno de esos espacios», ni siquiera en el último, que «jamás podría ser considerado el lugar de castigo o el infierno de la civilización occidental». Eso prueba que el diablo no existía en el imaginario andino antes de la inserción de la cultura europea.
La primera identificación formal del término «diablo» —o supay— en quechua fue en 1608 por el jesuita Diego González Holguín. Para entonces ya se había incorporado su figuración entre los hombres andinos. Pero no se trata del mismo diablo europeo, sino de un personaje basado en este, que incluyó elementos tomados de las tradiciones locales para matizarlo, hacerlo más creíble y, específicamente, entendible y fácil de interiorizar. En la tarea de implantarlo en la cosmovisión del aborigen —nos dice Córdova Rosas— «intervino con un rol preponderante la literatura oral para establecer el control social. De esa forma, a la prédica, al sermón y al exorcismo se unieron relatos orales con los que se trataba de inculcar la existencia del demonio y los castigos a los que se verían sometidos quienes cayeran en sus redes».
El momento de la inserción del diablo al pensamiento colectivo andino habría sido cuando el español descubrió que pervivían diversos «actos litúrgicos aborígenes destinados a rendir culto a las deidades nativas», por lo que se recurrió al diablo como culpable de esa «actitud resistente a la ideología religiosa prehispánica». La autora afirma que «fue entonces cuando se aprovechó con eficiencia la mentalidad animista y supersticiosa del aborigen  para inculcar, dentro de sí, una serie de mitos sobre el diablo, que la literatura oral se encargó de difundir, acrecentar, retocar y, en la mayoría de las veces, darle un carácter burlesco».
Córdova Rosas ha identificado al menos seis categorías de la figuración demoníaca en la narrativa oral: diablos, condenados, mulas, jarjarias, joljolias y uman tactas. Destacan los relatos donde el diablo es más bien burlado y el héroe de la historia —que por sus características, sería más bien un antihéroe— sale bien librado y dueño de una inmerecida recompensa. Pero también hay una connotación erótica, pues el diablo siempre seduce a las mujeres que muestran predisposición demasiado lasciva o ambiciosa, por un lado, o ingenua y crédula por otro.
El ensayo de Córdova Rosas demuestra que la riqueza de las culturas —en particular la andina a través de la narración popular— se encuentra en su capacidad de impregnarse de las otras antes que colisionar con ellas. Esa es la magia que irradia la literatura.

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