Juan Carlos Suárez Revollar
La literatura
oral ha constituido, desde el albor de los tiempos, la mejor forma de
transmitir saberes e ideas de una generación a otra, a través de historias que
funcionaban como parábolas o lecciones de vida. Con el paso de los años, y ya
en tierras americanas, los conquistadores españoles comprendieron que podía
utilizarse como una potente herramienta de control social.
Esa es una de
las conclusiones que esgrime la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas en su
ensayo «El diablo en la ideología del mundo andino». Pero la afirmación más
relevante del estudio es que la figuración demoníaca y todas sus variantes no
formaban parte del imaginario andino prehispánico, sino, más bien, fueron
introducidas con la llegada de la cultura ibérica a la sierra central.
Debido al
limitado alcance de las leyes para reglamentar el comportamiento de las gentes,
había la necesidad de buscar una forma de rebasarlas para establecer reglas de
conducta que eliminaran faltas como la lujuria, el incesto o cualquier otra
actuación inmoral, como parte de un control social sistemático. Es entonces que
se echó mano de las mitologías occidentales: la dualidad de Dios y el diablo
para cumplir la función de castigar el comportamiento pecaminoso en una esfera
mística y sobrenatural que rebase el alcance humano.
El mundo de
los wankas prehispánicos —nos dice Córdova Rosas— estaba dividido en tres
estadios: el superior, o de las deidades; el medio, de los hombres y animales;
y el interno, de los muertos y gérmenes. «El diablo o demonio —agrega— no
habita en ninguno de esos espacios», ni siquiera en el último, que «jamás
podría ser considerado el lugar de castigo o el infierno de la civilización
occidental». Eso prueba que el diablo no existía en el imaginario andino antes
de la inserción de la cultura europea.
La primera
identificación formal del término «diablo» —o supay— en quechua fue en 1608 por
el jesuita Diego González Holguín. Para entonces ya se había incorporado su
figuración entre los hombres andinos. Pero no se trata del mismo diablo
europeo, sino de un personaje basado en este, que incluyó elementos tomados de
las tradiciones locales para matizarlo, hacerlo más creíble y, específicamente,
entendible y fácil de interiorizar. En la tarea de implantarlo en la
cosmovisión del aborigen —nos dice Córdova Rosas— «intervino con un rol
preponderante la literatura oral para establecer el control social. De esa
forma, a la prédica, al sermón y al exorcismo se unieron relatos orales con los
que se trataba de inculcar la existencia del demonio y los castigos a los que
se verían sometidos quienes cayeran en sus redes».
El momento de
la inserción del diablo al pensamiento colectivo andino habría sido cuando el
español descubrió que pervivían diversos «actos litúrgicos aborígenes destinados
a rendir culto a las deidades nativas», por lo que se recurrió al diablo como
culpable de esa «actitud resistente a la ideología religiosa prehispánica». La
autora afirma que «fue entonces cuando se aprovechó con eficiencia la
mentalidad animista y supersticiosa del aborigen para inculcar, dentro de sí, una serie de
mitos sobre el diablo, que la literatura oral se encargó de difundir,
acrecentar, retocar y, en la mayoría de las veces, darle un carácter burlesco».
Córdova Rosas
ha identificado al menos seis categorías de la figuración demoníaca en la
narrativa oral: diablos, condenados, mulas, jarjarias, joljolias y uman tactas.
Destacan los relatos donde el diablo es más bien burlado y el héroe de la
historia —que por sus características, sería más bien un antihéroe— sale bien
librado y dueño de una inmerecida recompensa. Pero también hay una connotación
erótica, pues el diablo siempre seduce a las mujeres que muestran
predisposición demasiado lasciva o ambiciosa, por un lado, o ingenua y crédula
por otro.
El ensayo de
Córdova Rosas demuestra que la riqueza de las culturas —en particular la andina
a través de la narración popular— se encuentra en su capacidad de impregnarse
de las otras antes que colisionar con ellas. Esa es la magia que irradia la
literatura.
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