miércoles, 3 de octubre de 2012

Nuevas lecturas de un antiguo culto


Diana Casas



Los primeros días de octubre, a la hora del crepúsculo, cuando Jauja se sumerge en el éxtasis azul dorado del ocaso, notables y humildes se reúnen para rezar avemarías y padrenuestros y, con sus preces, coronar de rosas, que eso significa “rosario”, a la patrona de la antigua y señorial ciudad: Mamanchic Rosario, la  Virgen cuya efigie de tamaño natural llegó a inicios de la colonia desde la lejana España.
La devoción a la Virgen del Rosario proviene del siglo XIII y se atribuye a Santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los dominicos. Según la tradición, el rezo del santo rosario fue el arma poderosa que ayudó a la Liga Santa cristiana a obtener la victoria sobre los otomanos en el célebre combate naval de Lepanto.
A América, el culto mariano bajo esta advocación llegó con los dominicos, los poderosos frailes del abrigo y la capucha negros sobre la blanca túnica de lana, que jugaron un papel principalísimo en la evangelización de las colonias. Fueron los dominicos los que tras la fundación española de Jauja, se establecieron  en la ciudad,  instituyéndola como cabeza de doctrina, para desde allí propagar el cristianismo y “extirpar las idolatrías”.
Según Pablo Macera, fue entonces cuando la institución española de la cofradía se “instrumentó” para ejercer un control religioso sobre el campesinado indio. Definidas como “familias artificiales de solidaridades consentidas” (Le Bras), las cofradías se formaron por personas la mayoría de las veces compelidas a afiliarse, destinadas a socializar y adaptarse al cambio a través de ellas y, en el proceso, a enriquecerlas con sus bienes.
En Jauja, la cofradía del Rosario —dividida muy probablemente en una sección de españoles y en otra de naturales y pardos— llegó a ser la más importante. El poder eclesiástico parecía haber logrado su objetivo, pero en 1595, la cofradía reclamó su autonomía económica del clero y la obtuvo.
¿Cómo pudo ocurrir aquello? Es de todos conocida la crisis estructural que produjo la violencia de la irrupción hispana en el mundo andino. La población indígena fue diezmada y las instituciones que habían permitido el florecimiento de la admirable cultura andina se vieron amenazadas con la desintegración. Frente a ello, los estudios de Olinda Celestino y  Albert Meyers sugieren la posibilidad de que las cofradías se hayan convertido en refugio de la más importante de estas instituciones: el ayllu, permitiendo “la continuación de antiguas solidaridades e identificaciones étnicas y parentales”, y posibilitando, con el paso de los años, cambios en las relaciones de poder económico y de prestigio social.
Macera desestima la hipótesis de que el ayllu haya podido ser suplantado por la cofradía, antes bien, considera que durante la colonia y hasta muy entrado el siglo XIX continuó siendo la unidad social básica indígena; pero las investigaciones de Celestino y Meyers le suscitan sugestivas interrogantes: “¿podría ser que el ayllu manipulara a la cofradía para asegurar su propia reproducción cultural y económica? ¿Por eso… fue que la nobleza indígena quiso a menudo ocupar altos puestos dentro de las cofradías?” Lo cierto, afirma Macera, es que las cofradías están “al servicio de una ética del trabajo y la redistribución de riquezas dentro de una compleja dialéctica que premia con prestigio al que produce siempre que ponga su producto al servicio y goce de los demás miembros de la comunidad a través de la fiesta.” Así es como el grupo logra su reproducción cultural y económica, preserva su identidad y afirma su carácter igualitario y democrático.
Las derivaciones de los nuevos estudios son múltiples y apasionantes. Involucran aspectos diversos; algunos vinculados al problema de las identidades, como en el caso de la coexistencia de Mamanchic Chapetona y Mamanchic Rosario, pero también económicos como los relativos a los circuitos económicos involucrados en la fiesta, tema que actualmente es investigado por Simeón Orellana.

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