Diana Casas
Los primeros días de octubre, a la
hora del crepúsculo, cuando Jauja se sumerge en el éxtasis azul dorado del
ocaso, notables y humildes se reúnen para rezar avemarías y padrenuestros y,
con sus preces, coronar de rosas, que eso significa “rosario”, a la patrona de
la antigua y señorial ciudad: Mamanchic Rosario, la Virgen cuya efigie de tamaño natural llegó a
inicios de la colonia desde la lejana España.
La devoción a la Virgen del Rosario proviene
del siglo XIII y se atribuye a Santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de
los dominicos. Según la tradición, el rezo del santo rosario fue el arma
poderosa que ayudó a la
Liga Santa cristiana a obtener la victoria sobre los otomanos
en el célebre combate naval de Lepanto.
A América, el culto mariano bajo esta
advocación llegó con los dominicos, los poderosos frailes del abrigo y la
capucha negros sobre la blanca túnica de lana, que jugaron un papel
principalísimo en la evangelización de las colonias. Fueron los dominicos los
que tras la fundación española de Jauja, se establecieron en la ciudad,
instituyéndola como cabeza de doctrina, para desde allí propagar el
cristianismo y “extirpar las idolatrías”.
Según Pablo Macera, fue entonces
cuando la institución española de la cofradía se “instrumentó” para ejercer un
control religioso sobre el campesinado indio. Definidas como “familias
artificiales de solidaridades consentidas” (Le Bras), las cofradías se formaron
por personas la mayoría de las veces compelidas a afiliarse, destinadas a
socializar y adaptarse al cambio a través de ellas y, en el proceso, a
enriquecerlas con sus bienes.
En Jauja, la cofradía del Rosario
—dividida muy probablemente en una sección de españoles y en otra de naturales
y pardos— llegó a ser la más importante. El poder eclesiástico parecía haber
logrado su objetivo, pero en 1595, la cofradía reclamó su autonomía económica
del clero y la obtuvo.
¿Cómo pudo ocurrir aquello? Es de
todos conocida la crisis estructural que produjo la violencia de la irrupción
hispana en el mundo andino. La población indígena fue diezmada y las
instituciones que habían permitido el florecimiento de la admirable cultura
andina se vieron amenazadas con la desintegración. Frente a ello, los estudios
de Olinda Celestino y Albert Meyers
sugieren la posibilidad de que las cofradías se hayan convertido en refugio de
la más importante de estas instituciones: el ayllu, permitiendo “la
continuación de antiguas solidaridades e identificaciones étnicas y
parentales”, y posibilitando, con el paso de los años, cambios en las relaciones
de poder económico y de prestigio social.
Macera desestima la hipótesis de que
el ayllu haya podido ser suplantado por la cofradía, antes bien, considera que
durante la colonia y hasta muy entrado el siglo XIX continuó siendo la unidad
social básica indígena; pero las investigaciones de Celestino y Meyers le
suscitan sugestivas interrogantes: “¿podría ser que el ayllu manipulara a la
cofradía para asegurar su propia reproducción cultural y económica? ¿Por eso…
fue que la nobleza indígena quiso a menudo ocupar altos puestos dentro de las
cofradías?” Lo cierto, afirma Macera, es que las cofradías están “al servicio
de una ética del trabajo y la redistribución de riquezas dentro de una compleja
dialéctica que premia con prestigio al que produce siempre que ponga su
producto al servicio y goce de los demás miembros de la comunidad a través de
la fiesta.” Así es como el grupo logra su reproducción cultural y económica,
preserva su identidad y afirma su carácter igualitario y democrático.
Las derivaciones de los nuevos
estudios son múltiples y apasionantes. Involucran aspectos diversos; algunos
vinculados al problema de las identidades, como en el caso de la coexistencia
de Mamanchic Chapetona y Mamanchic Rosario, pero también económicos como los
relativos a los circuitos económicos involucrados en la fiesta, tema que
actualmente es investigado por Simeón Orellana.
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