Recuerdo haber leído alguna vez un artículo científico en el que se afirmaba que los chinos no son chinos; lo que pasa es que se levantan tarde. Lo traigo a colación para explicar los ojos que pongo en una foto reciente en la cual estoy escuchando a un distinguido conferencista.
Debo añadir que caer dormido en medio de una sesuda charla, no significa que aquella no me pareciera interesante. Eso quiere decir, únicamente, que ya había agotado todos los procedimientos que uso para evitar la modorra.
Estaba fingiendo tomar notas hasta que el lapicero se me cayó de la mano. Me había pellizcado ambos brazos hasta que el sopor actuó como anestesia. Por último, durante minutos que fueron horas larguísimas, traté de hacer movimientos con la cabeza, como los de alguien que aprueba lo que dice el conferencista, cuando la verdad era que agitaba la cabeza para que se me fuera el sueño, hasta que mi barbilla toco el tórax y ya no pude levantarla.
Lo malo del asunto es que yo no era un espectador invisible, sino que acompañaba en la mesa de honor al interminable charlista, e incluso, minutos antes, se me había ocurrido presentarlo ante el público como ameno y entretenido. Además, la televisión me enfocaba cada vez que me posaba sobre el hombro derecho del grave hombre de letras.
Entonces, comencé a hacer fuerza mental para que el camarógrafo no me enfocara, pero el lente no cambiaba de posición, lo que me trajo el malvado pensamiento de que también ese hombre se había quedado dormido.
Ya los párpados no me permitían observar la cámara ni fingir un gesto adusto. Entonces, tuve que resignarme a la conjetura piadosa de que, tal vez, los televidentes lanzaban también breves ronquidos frente a sus receptores.
Los intelectuales “serios” confiesan, por lo general, que son malos oradores, y leen sentados sus sesudos textos. Éste, el que hablaba, era realmente serio y había cumplido al pie de la letra ese ritual. Incluso, me había lanzado una disimulada reprobación por el hecho de que yo hablara de pie, sin papel y dando vueltas por el auditorio, cuando me tocó hacer la introducción.
Ahora, sentado junto a él, apenas tuve fuerza para levantar los ojos por encima de su texto y comprobar con terror que había llegado a la página 20, y todavía le faltaban 37 cuartillas.
En honor a la verdad, y para dar satisfacciones a mi postmoderno amigo, debo confesar que este problema me ha ocurrido muchísimas veces, y que casi nunca ha tenido relación con la amenidad del espectáculo. El sueño ha venido a buscarme no solo en charlas eruditas, sino inclusive en funciones cinematográficas como “Psicosis” de Alfred Hitchcock, que vi varias veces y nunca llegué al momento en que se descubre que Anthony Perkins es el asesino.
Algo más triste me ha ocurrido en “Salomé”: siempre me he quedado dormido antes de que la bailarina llegara a quitarse el séptimo velo.
En el Senado de la universidad donde trabajo, he tenido que ir numerosas veces al baño para lavarme la cara, pero ni así siquiera he podido evitar la lenta caída de los párpados, el desplome de la nuca y el inicio de un bostezo delator cuando la primera autoridad lee las estadísticas raciales del claustro. Por fin, en un concierto de rock al que acudí en Berkeley, uno de mis ronquidos compitió en intensidad con los alaridos de un cantante desaforado.
Me acompañan en este mal, ilustres personajes. Hace algunos años, Manuel Alvar, por entonces presidente de la Real Academia Española, dio un ronquido aterrador —por sus consecuencias— durante una charla de Ernesto Sábato. He sido testigo personal, además, de cómo la esposa de Julián Marías roncaba abiertamente durante una clase del notable filósofo, quien fuera mi maestro en Madrid.
Hace pocos años, los diarios mostraron la foto de Felipe de Edimburgo con la cabeza caída sobre el plato, mientras su cónyuge, la reina Isabel de Inglaterra, leía su discurso en una cena a la que habían sido invitados por el presidente de Corea del Sur.
Más todavía, Clodomiro Almeyda, Canciller de Chile durante la época del presidente Allende, visitó al rey belga, y ambos se encerraron en uno de los regios salones durante varias horas. Sus respectivos sequitos estaban asombrados de la duración de lo que ellos habían supuesto que iba a ser una simple visita de cortesía.
Lo que ocurría es que los dos personajes pertenecían al mismo club de dormilones, y no bien se encontraron solos, cuando los ojos del monarca comenzaron a mostrar cierto sopor, el chileno le guiño el ojo y le planteó: «¿Qué le parece si echamos una pichanguita?».
Confieso que no soy tan valiente ni tan desinhibido y que, en el caso que estoy relatando, luego de haber intentado en vano que mis ojos simularan una mirada filosófica, debo haber caído en sueño devorador y delicioso. Sólo me despertó uno de mis propios ronquidos, y luego el aplauso del público que agradecía al orador por el hecho de haber terminado su discurso. Pero, ahora, que finalizo este artículo se me ocurre una idea, como dijo el canciller chileno: «¿Qué les parece si nos echamos una pichanguita, po?».
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