El pacto con el diablo
Isabel Córdova
rosas
En las alturas de nuestro valle, había
un pueblo muy pobre. Y para colmo, ese año, las heladas y la falta de lluvia
habían terminado con la siembra. El jefe de la comunidad estaba muy preocupado.
—Los jóvenes y los adultos se irán a
la ciudad a trabajar. Los que no podrán resistir el hambre serán los niños —le
comentó a su esposa.
—Hasta el cielo nos ha quitado la
lluvia —le contestó Josefa, con mucha tristeza.
—Soy capaz de hacer un pacto con el
mismo diablo para salvar a nuestro pueblo. Uno de los comuneros me ha contado,
que en la falda del gran cerro, un
hombre muy elegante le ha ofrecido mucho dinero. Pero él no le ha aceptado,
porque a cambio, le pedía su alma.
—Es el diablo. Ten cuidado —le dijo su
esposa, con miedo.
—Ya lo sé. Veré que trato hago con él.
—No te preocupes. El diablo se queda
chiquito frente a los políticos que nos prometen de todo. Nos dan dinero y nos
regalan camisetas con sus nombres y después, se olvidan que existimos. Pero
nosotros no somos tontos, nunca les hemos votado, porque preferimos a gente que
nos apoye —le respondió.
Domingo salió muy entrada la noche.
Tenía que estar en ese lugar a la una de la mañana, como le había dicho el
comunero.
La luna llena y los millones de
estrellas, le favorecieron en su escarpado camino hacia el cerro.
Domingo llegó puntual y en ese momento
apareció un hombre delgado, vestido de negro y ojos rojizos y brillantes.
—Buenas noches señor diablo —le
saludó.
—Nada de señor. Don diablo, a secas —le
contestó con voz cavernosa, como salida de ultratumba, y fue directo al grano—.
Estás aquí porque quieres ser el hombre
más rico de tu pueblo, ¿no es así?
—Sí, don diablo.
—¿Lo quieres sólo para ti?
—Sí, quiero todo el dinero, sólo para
mí.
—Así me gusta. ¿Sabes que tienes que
firmar un contrato?
—Sí, don diablo —respondió Domingo.
—Te convertirás en un hombre poderoso.
Te doy diez años de riquezas. Cumplido el plazo, vendrás a esta misma hora a
entregarme tu alma. Serás bien recibido en mi candente palacio —y desapareció.
Cuando llegó a su casa, encontró dos
baúles grandes, repletos de billetes y
monedas de oro.
Al día siguiente, convocó a su
comunidad y les contó lo ocurrido. Los comuneros sintieron pena y
agradecimiento por el sacrificio que había hecho su jefe. Todos prometieron
guardar el secreto.
Domingo y los comuneros fueron a la
ciudad. Compraron semillas, abono, instrumentos de labranza, víveres, ropa y
medicinas para todo el pueblo. Entre todos construyeron la escuela, la posta
médica y arreglaron sus casas. Los niños ya no pasarían hambre.
Pasaron los diez años y llegó la fecha
indicada. Domingo se fue con la misma ropa de siempre. Cargó en su burro los
dos baúles. Sólo había gastado la mitad del dinero de uno de ellos. Su esposa,
sus hijos y los comuneros, se despidieron llorando.
—No se preocupen —les dijo—, volveré
para el desayuno.
El diablo le esperaba frotándose las
manos.
—Llegas a tiempo. Nos vamos, le dijo
el diablo.
—Usted se va solo, don diablo. El
trato era que si yo me hacía rico, le entregaba mi alma.
Entonces, le dio la relación de los
gastos que había hecho, explicándole que para él no había usado ni un sol.
El diablo, de pura rabia, explosionó
junto con los dos baúles de dinero, dejando un fuerte olor a azufre. Domingo
llegó a su pueblo para tomar el desayuno.
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