El
condenado
Isabel Córdova Rosas
Hace muchos años, en un pueblo de
nuestra sierra, vivía un agricultor, su esposa y sus cuatro hijos. El hombre
aparte de maltratarlos, era egoísta, avaro, ambicioso y mujeriego. Todo el
dinero de la venta de su cosecha y del ganado,
lo disfrutaba él solo.
La carne de sus ovejas la vendía, y
sólo las vísceras le daba a su familia. Hacía rumos de papas agusanadas, maíz
malogrado, habas y arvejas que nadie le compraba, y con prepotencia advertía:
—Teodora, esta comida te tiene que
durar hasta la próxima cosecha.
—¡Dios mío!, otro año de miseria. Cómo
podré sobrevivir con mis hijos. ¿Qué
haces con nuestro dinero, si yo trabajo de sol a sol en el campo? —le reclamó,
la mujer.
—Todavía te das de mal servida. No me
fastidies —tirando la puerta se iba a las fiestas de los pueblos, a derrochar
su fortuna.
Pasaron meses y a la pobre mujer se le
acabaron sus provisiones. Pensó en su compadre Marcial, padrino de los niños: «Él
siempre me ha sacado de apuros. Es un hombre muy bueno».
Marcial era propietario de muchas
tierras, y una de ellas colindaba con el terreno de sus compadres.
—Compadre, ayúdeme, por favor. Sus
ahijados no tienen qué comer.
—No te preocupes, comadre. Son tiempos
malos.
El buen hombre le regalaba papa, maíz,
trigo, verduras y dinero.
—Toma comadre, para alguna cosa que
necesites.
—Dios lo bendiga, compadre. Gracias —las
lágrimas brotaban de sus ojos, esta vez, de agradecimiento.
Una noche, Marcial regresaba después
de abrir la toma de agua y regar su sementera. Eran las 12, cuando de repente,
el ambiente fue invadido por un penetrante olor a azufre. Para su asombro, en
la otra orilla del riachuelo vio un bulto negro, que se arrastraba
sigilosamente por entre los hierbajos. Su caballo se encabritó, algo le impedía
cruzar. Con el fuete le dio dos latigazos, pero el animal ni se inmutó.
Marcial, se armó de valor y gritó:
—¡¿Eres de esta vida, o de la otra vida?! ¡Responde!
—Compadre, soy Timoteo. Vengo a
despedirme y darle un encargo para Teodora y mis hijos —la claridad de la luna,
redonda y brillante, le daba de pleno en la cara.
«No hay ninguna duda. Es mi compadre»,
pensó Marcial.
—¿Por qué no te despides de ellos tú
mismo?
—Su comadre está enfadada conmigo,
porque me he portado como un miserable. He sido un mal esposo y un mal padre.
El dinero de la cosecha y de la venta de mis animales, lo he gastado en
diversiones. Pero he guardado una parte, cerca del pozo, debajo de una piedra.
Dígale que es para ella y para mis hijos, y que me perdonen.
—Compadre ¿a dónde te vas? —le
preguntó.
—A un viaje muy largo, compadre. Adiós
—y desapareció.
Esta vez, el caballo cruzó el río con
tranquilidad.
En la puerta de la casa de Timoteo,
había mucha gente. Se apeó del caballo y preguntó por sus compadres.
Teodora al verlo, soltó un llanto incontenible
y le contó que su esposo había muerto a las 8 de la noche, en un accidente.
—Timoteo se ha despedido de mí —le dijo y le
dio el encargo.
Fueron al pozo. Marcial quitó la
piedra y encontraron el dinero envuelto en un periódico.
—Comadre —afirmó Marcial—, te ha dejado dinero para ti,
para sus hijos y su entierro. Tienes que rezar para que su alma no siga vagando
por los caminos solitarios.
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