domingo, 3 de marzo de 2013

COLUMNA: EL BUEN SALVAJE


Los navegantes de mares ventilados

Sandro Bossio Suárez

Mis primeras lecturas, aquellas que me llenaban de emoción y me hacían vivir una vida mucho mejor que la de todos los días, fueron las de navegantes y bucaneros. Recuerdo la gran conmoción que viví al llegar a las islas de Polifemo y las sirenas en el barco de Ulises. Recuerdo también con gran entusiasmo la saga de “Sandokán”, ese héroe de ropaje negro que se columpiaba en los amarres de los velámenes, mientras atacaba a los colonialistas con su espada.
Recuerdo mucho a este pirata bueno, nacido de la pluma maestra de Emilio Salgari, que había jurado recorrer los mares de Borneo y Malasia persiguiendo a los ingleses que habían asesinado a su familia, arrebatándole su trono. Viajé con él por todos los mares del sur, y lo acompañé junto con el portugués Yáñez, con Tremal Naik, con Mammammuri, con Sanbigliong y con la bella Ada Corishant. Cuántas veces releí (es decir, viví) las aventuras del Tigre de Malasia, y cuántas veces se lo conté, emocionado, a mi padre.
Julio Verne también hizo que me estremeciera de emoción con las aventuras del capitán de quince años, pero también con la lenta y aterradora navegación entre dragones prehistóricos en los intestinos de la tierra.
Lo mismo me pasó con algunos pasajes de las novelas de Víctor Hugo y Alejandro Dumas. Recuerdo, sin una sola arruga, los capítulos en los que Edmundo Dantés, antes de convertirse en el Conde de Montecristo, se enrola en un barco de traficantes en cuanto escapa de su prisión y va en busca del tesoro con el que materializará su terrible venganza.
Y claro, cómo no perpetuar la secuencia en que Judá Ben Hur, encadenado a los remos en un galeón de guerra, le salva la vida al cónsul, quien lo adoptará, convirtiéndolo en el hijo de Quinto Arrios, dispuesto a cobrar venganza contra el malvado Mesala.
Después vinieron otras épocas y otras lecturas, pero, por alguna razón que ahora mismo trato de entender, las que más me emocionaron, las que más recuerdo son las que tienen que ver con el océano.
“Moby Dick”, de Herman Melville, es otra novela que me colmó de agitación. No sólo me encandiló la persecución vesánica del capitán Ahab a la gran ballena blanca, sino, sobre todo, el tono enciclopédico del libro, con el que cualquier lector aprende infinidad de cosas sobre la caza de las ballenas, como la navegación entre las tormentas y la vida marinera del siglo XIX.
Después conocí a Joseph Conrad, que tiene varias novelas sobre el mar: me gusta mucho, por ejemplo, “Un vagabundo de las islas”, que es la conmovedora historia de un holandés errante, que navega por mares internos durante toda su vida. Pero el gigantesco Conrad escribió otras novelas maravillosas sobre el mar: “Tifón”, “El espejo del mar”, “El pirata”, incluso el mismo “Corazón de las tinieblas”, que es otra gran aventura humana anclada en una navegación.
Más adelante, leí una fascinante novela española, “La carta esférica”, de Arturo Pérez Reverte, donde una museóloga naval, Tánger Soto, emprende un temerario viaje tras un galeón hundido en el siglo XVIII en el Mediterráneo, y que lleva un fascinante secreto. Otra vez me vi lleno de inquietud, sobrexcitación, navegando con ella y con Coy, el ex marinero que la acompaña para defenderla de dos piratas modernos: Palermo y el sicario argentino Horacio.
Relatos de Maupassant, de Schwob, de Pierre Mac Orlan, pero también de Horacio Quiroga, de Jorge Luis Borges, de Roberto Arlt, del propio García Márquez, siguieron llenando mis noches hasta que llegó a mis manos una estupenda novela de aventuras marinas: “El navegante”, de West Morris, donde un profesor de la universidad de Hawaii, Gunnar Thorkild, decide armar una expedición hacia la Polinesia, exactamente como esta gente lo hacía antes de la llegada de los occidentales, siguiendo las estrellas.
Los libros sobre navegantes, sin embargo, se han ido haciendo cada vez más escasos. Son pocas las editoriales que hoy se atreven a publicar libros como los de antes. Por eso, mi búsqueda en estanterías y escaparates termina casi siempre en novelas baratas y en desaliento abismal. Por ello, tengo ahora una deuda de gratitud con Antonio Morales.

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