Javier Garvich
Para nosotros, el desfile de inicio
del año escolar o de Fiestas Patrias puede ser lo más normal. Es más, para
nuestros escolares puede resultar, incluso, su momento de gloria. Sin embargo,
este simulacro paramilitar es chocante a los ojos de cualquier extranjero.
Mi hijo, educado en España —donde no
existen uniformes escolares obligatorios y los chicos pueden asistir a clase
con el pelo largo— se asustó de las “peruanísimas paradas escolares” y, más aún,
de la pasión que ponían nuestros estudiantes en marchar mecánicamente, cuidar
su impecable uniforme e incluso aventurarse con el paso de oca —«¡Papá, esto es
fascismo!».
En un país con poca cultura musical,
resaltaban las bandas escolares de tarolas, bombos y xilófonos que,
generalmente, alimentan los desfiles. Lo que aparentemente es un homenaje a la
patria, en realidad es un pobre remedo de la cultura militarista en este país.
Porque el asunto es ese.
Un país donde nuestras fuerzas armadas
han perdido casi todas nuestras guerras, ¿cómo legitimarse ante el resto de
peruanos? Donde bajo la bandera patria masacraron a campesinos desde los
tiempos de Atusparia o Rumi Maqui hasta los años terribles que todos conocemos.
¿Cómo legitimarse?
Pues apropiándose de la educación,
marchando, embutiéndonos de héroes criollos, marchando, hablando de una nación
inexistente, marchando, ignorando nuestro extraordinario pasado prehispánico, y
marchando.
Ser “Escolta” es algo muy valorado por
el colegial promedio, una suerte de “popstar” pero en pequeñito. Ojo a los
entorchados, la corbatita, el blazer náutico y los guantes ceremoniales. Todos
paraditos en posición de firmes. Así es como quiere vernos la Marina de Guerra.
Desfilan llenos de orgullo porque se “alucinan”
personajes de peruanidad. Es en ese momento del desfile donde se consideran
peruanos, nos guste o no.
Perú, país conflictivo y contradictorio.
El militarismo —y la religión— se han convertido en reservorios de ética y
moral en un país donde se pisotea con impunidad la ética y la moral. En los
colegios públicos se derrochan cientos de horas entrenando para desfilar. Se
fomentan actos religiosos en la creencia que ellos evitarán que nuestros
escolares se vuelvan pandilleros o drogadictos. Porque esa es la trampa: marchando
y rezando tendremos que acabar con las lacras del alcohol, la delincuencia y la
drogadicción.
Y todo eso en colegios públicos donde
algunos directivos roban, algunos profesores “trapichean” notas y algunos
escolares desertan, porque creen que lo que estudian no les sirve. El problema
no es que no sepan valores, los conocen perfectamente.
Saben también que los adultos se
orinan en dichos valores, que sus padres engañan a sus esposas, que pegan a sus
hijos sin razón, que solamente ven “telebasura”, que le niegan a su hijo
comprar libros mientras tienen en un tabloide chicha la única literatura en
casa. Que la “viveza”, la “pendejada”, la “criollada” dan plata y que la
sinceridad es sinónimo de “estupidez”, que la solidaridad es cosa de perdedores,
que la heroicidad es algo, sencillamente, incomprensible; y así creemos que
marchando aprenderán valores.
Afortunadamente, ese tiempo está
pasando y aumenta la idea de buscar otras formas mucho mejores de querer este
país. Hoy, en los mismos colegios donde se concertaron desfiles paramilitares,
surge la iniciativa de algunos profesores por darle otro acento a las celebraciones
escolares. Chau al militarismo, que en cada aula, por ejemplo, se represente a
una región del Perú. Los estudiantes se imaginarían por un día ser ayacuchanos,
cajamarquinos, sanmartinenses o iqueños. Aprenderían sus danzas y sus viandas.
Se enterarían que awajunes o boras son sus hermanos, aprenderían a saludar en
quechua o cómo se hace una Pachamanca.
Pablo Macera, nuestro historiador
ahora caído en desgracia, decía que cualquier descubridor de algo en el Perú
terminaba siendo un inventor del Perú. Las niñas y adolescentes del Perú han
empezado a inventar su país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escribe tu comentario aquí.