Prialé y la ley de la ubicuidad
Sandro Bossio
Suárez
Varias veces vi a Ramiro Prialé
Prialé. La primera vez lo encontré en la sala de la hermosa mansión de mis
primos, en Chaclacayo, donde el respetado político iba a saludar a sus
entrañables amigos, sobre todo de mi tía Julia Palomino Díaz. Yo era muy
pequeño, pero guardo en mi memoria su figura acendrada, sus modos corteses, la
manera en que saludaba quitándose el sombrero. Era un hombre cariñoso, próvido,
con una cabellera negra de olitas encrespadas, lleno de humor y vitalidad.
De esa época guardo algunas de sus
anécdotas que escuché detrás de las cortinas. Solía regodearse en su
carcelería, en sus muchos destierros, y alguna vez, incluso, lo escuché cantar.
Por mi abuela me enteré que había nacido en la Calle Real, donde también
nosotros vivíamos, y que había frecuentado la casa de otra pariente cercana:
doña Eusebia Cotera, de quien —se decía en susurros— había estado profundamente
enamorado.
En mi adolescencia fui a parar a un
hospital de cancerosos y una noche, buscando camino en esa oscura mansión de
desahuciados, llegué a una habitación privilegiada, a donde pude ingresar en un
descuido del policía que siempre dormitaba en la puerta. Era la habitación
terminal del viejo Ramiro Prialé. Estrechamos la amistad. Le conté que quería
ser escritor y él me confesó algo que pocos saben: había escrito algunos
cuentos. Me regaló un libro de su autoría, publicado dos años antes (1986),
titulado “Conversar no es pactar”, y me contó que en su juventud había hecho
teatro.
En esas circunstancias conocí de cerca
la doble papada de Alan García, quien una tarde entró con su edecán para
saludar al anciano, y se reverenció ante él como un nieto travieso que busca
redención (y vaya cuánta redención necesitaba entonces, el morrocotudo
presidente).
Después me enteré que don Ramiro
Prialé tenía un abultado legajo de obras beneficiosas: la construcción de la
Central Hidroeléctrica del Mantaro; la formación de la Universidad Comunal del
Centro; el incremento del presupuesto para la Defensa Nacional; la autonomía de
la Escuela de Bellas Artes; la construcción del Estadio de Huancayo (vaya
ilusión), la restauración del Convento de Ocopa; y, sobre todo, la Ley 14700,
destinada a programas de desarrollo en Huancayo.
Posiblemente su vida sea un caso
excepcional de honradez, pues contaban que había pagado su única casa con un
préstamo a treinta años, y será por eso que el Congreso de la República tiene
un busto que lo representa en la sala de los Pasos Perdidos. También hay una
gran autopista en Lima con su nombre y otra en Huancayo; igual calles, plazas,
cooperativas, mercados, escuelas, institutos.
La Ley 24980 denominó “Ramiro Prialé
Prialé” al Sistema Eléctrico del Mantaro, y ordenó construir una plaza con el
nombre de La Concordia y erigir un busto en honor al patriarca.
Don Ramiro Prialé fue grande, no lo
dudo, pero no lo fue todo. Me conmueve la poca inventiva (y en todo caso los
pocos líderes) del Partido Aprista Peruano. Por ello recicla y sobreutiliza el
nombre de don Ramiro. Imagino que esa es la razón por la cual el Hospital
Nacional de Huancayo (el de Essalud) también se apellida Prialé Prialé. Y es
que los apristas poco saben del gran médico huancaíno Emilio Bravo Delgado,
quien detuvo una espantosa peste bubónica en los años veinte, y debía haber
sido homenajeado con un hospital que lleve su nombre.
En fin, no se puede pedir peras al olmo: los apristas no
conocen bien a don Ramiro, no han leído sus libros, puesto que, de lo contrario
(y para no repetirse), habrían bautizado por lo menos una plaza con el nombre
de Alfredo Ganoza, seudónimo que usaba Prialé cuando entraba clandestinamente
al territorio, ilusorio.
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