Enrique Ortiz Palacios
He terminado de leer “Memorias de un
soldado desconocido” y he podido, por primera vez, saber la versión del otro,
del “terruco”, del malo. Digo esto porque leyendo “La cuarta espada” de
Roncagliolo, percibo que esos desalmados fanáticos, como Abimael y Elena, no
guardan ni un atisbo de arrepentimiento, cosa curiosa, ya que ellos obligaban a
los suyos a participar en las sesiones de crítica y autocrítica.
Lurgio Gavilán es de aquellos que ha
tenido el “privilegio” de desfilar por las instituciones que se hacen llamar
tutelares: el ejército y la iglesia. Además de ello, ha sido un senderista a la
edad de doce años. Así que su testimonio es de primerísima mano.
Su historia está contada de manera
sencilla, directa, sin ambigüedades. La crudeza de muchos hechos narrados es
tan espeluznante que uno no termina por entender qué desencadenó tanta
violencia, qué sentimiento tan brutal anidó Abimael. Tal vez, este monstruo se
aprovechó de las tremendas desigualdades sociales, de esas diferencias que
todavía no han logrado acortarse. Por eso, es necesario no olvidar, recordar
esos momentos, de lo contrario, estamos propensos a repetirlo.
Memorias de un soldado desconocido
debe ser una lectura obligatoria para nuestros jóvenes y también podría
servirle mucho al presidente de esta región que en sus palabras y gestos
todavía percibimos resentimiento y odio. También le serviría a las autoridades
para que, haciendo un acto de reflexión, dejen de meter la mano al dinero que
les hemos encargado administrar.
Porque Lurgio nos demuestra que si el
Estado se preocupara por mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, otra
sería la historia. Pues todavía pervive entre nosotros ese afán mezquino de
solo mostrar una versión de la historia. Aún escuchamos esos discursillos
seudomarxistas o maoístas que pregonan que el único camino para el cambio
verdadero de nuestra sociedad es a través de la muerte, la guerra, la
violencia; ya sabemos que ello solo desencadena más violencia y deja secuelas
que, hasta ahora, nuestra nación no ha podido curar. Este libro nos sirve de
mucho para defendernos de ellos, «de los profetas del odio», como diría
Portocarrero.
Transcribo algunas líneas del autor:
«Los recuerdos son como un viaje a través del tiempo infinito, es volver a la
tierra que te vio llorar, crecer y reír». Estas otras líneas impactan, pues
explican, de alguna manera, la versión del otro, del no escuchado, del que no
tiene voz. Es una respuesta al artículo “El síndrome del perro del hortelano”
de nuestro último presidente: «Se les resbalan a uno los ojos al no encontrar
cosa que los detenga: aquellos parajes son tierras ociosas, baldías para Alan
García, pero para los campesinos esas rocas enormes son los dioses y gracias a
ellos producen sus tierras; de ahí manan las aguas que calman la sed y riegan
las sementeras de la vida. Las tierras del olvido también son importantes».
Para
terminar, unas líneas que nos obligan a reflexionar sobre la necesidad de no
olvidar: «La población no habla mucho de tales sucesos, no habla mucho de sus
memorias», Lurgio Gavilán.
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