Suegra, dos veces madre
Sandro Bossio
Suárez
Dicen que cómo serán de malas las
suegras (es decir las madres políticas) que si les quitamos la palabra “madre”
nos queda solo la “política”. Pero esa regla no es infalible. Yo, por ejemplo,
tuve muchas “madres políticas” y ninguna se asemejó al diablo. Por el
contrario, todas fueron laborosas, cordiales, sumamente benignas.
La suegra más pretérita que recuerdo
es una argentina engominada, de gran donosura, que preparaba inmejorables
buñuelos rioplatenses. Miriam, mi adolescente enamorada, después de patinar me
llevaba a su casa a tomar la merienda y, mientras ella jugaba con su gato en el
sofá, mi suegra freía los buñuelos y los probaba cada tanto: «Deliciosos»,
decía. Recuerdo el día en que la vi más feliz que nunca: el día en que, en
1982, las tropas inglesas abandonaron las Islas Malvinas. Aún la veo gritar,
agitar la matraca, secarse el sudor con el pañuelo de seda que, al mismo estilo
de las Madres de Mayo, empleaba como parte de su personalidad.
Mis suegras posteriores resultaron un
pan de Dios. Tanto, que una de ellas se metió a monja después de que su marido
murió y de que su hija se hizo profesional.
Una suegra llena de ímpetus es la
recordada Marujita, temperamental y distinguida dama que reclamaba a su hija
por tenerme demasiado flaco. Seguro debido a ello, me abrió las puertas de su
cocina. Recuerdo que una noche Nidia y yo nos demoramos más de lo debido, y
cuando llegábamos a su casa vislumbramos una sombra solitaria que daba vueltas
por el parque. Era Marujita, quien había salido a esperarnos en una actitud tan
silenciosa, tan dramática que nos dolió muchísimo más que si nos hubiera pegado
la raspa.
Mi época universitaria me hace perder
la cuenta de la cantidad de suegras que me tocaron en suerte. Estudiante
desaplicado y periodista precoz, salté tanto de brazo en brazo que ahora sólo
tengo recuerdos fragmentarios de ellas. Hubo una época, incluso, en que tuve
suegras cada fin de semana. Ninguna de ellas, por supuesto, se acuerda de mí.
Al casarme, heredé otra suegra de
grandes atributos culinarios y artísticos: Rebequita. Alta, sólida, consolidó
su vocación maternal (y algo machista) conmigo, a quien prohijó de inmediato,
anteponiéndome incluso algunas veces ante su propia hija. Me ganó el ánimo por
el estómago: cada fin de semana armaba verdaderas fiestas gourmet en su casa.
Estupenda bailarina de twist y pasillos ecuatorianos, se empecina en querer
mucho a mis hijas y eso es más que suficiente para merecer todo mi respeto.
Muchos de los matrimonios no duran
para siempre. El mío perteneció a esa estirpe, pues un día se extinguió, más no
así la excelente amistad que mantengo con la madre de mis hijas, la siempre
tímida y verbosa Soledad, y la cordial relación con Rebequita, que todavía me
prepara deliciosos saltados picantes cuando la visito.
Pero la que se lleva todos los
laureles es Vilma, la más bondadosa, tierna, cómplice, quien jamás obstaculizó
la relación que su brillante hija y yo mantuvimos durante cinco largos años.
Extraño mucho sus deliciosos tallarines en salsa roja.
Vino una suegrita bondadosa, una
viejecita de algodón, a la que poco vi porque mi relación con Carla no tuvo
futuro.
Mis suegras actuales llegaron por
partida doble: las dos madres de mi bella y celosa Delicia, ambas simpáticas,
gárrulas, sinceras en extremo. Una de ellas, Nilda, capaz de cantarte las
cuarenta sin intermediarios, y la otra, Doris, estoica y ganadora de la vida.
Ahora mismo la última acaba de enviar de su finca tropical una buenísima
dotación de carne exótica para apaciguar mi goloso tubo digestivo.
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