lunes, 13 de mayo de 2013

COLUMNA: EL BUEN SALVAJE (ENTREGA ESPECIAL)


Suegra, dos veces madre

Sandro Bossio Suárez


Dicen que cómo serán de malas las suegras (es decir las madres políticas) que si les quitamos la palabra “madre” nos queda solo la “política”. Pero esa regla no es infalible. Yo, por ejemplo, tuve muchas “madres políticas” y ninguna se asemejó al diablo. Por el contrario, todas fueron laborosas, cordiales, sumamente benignas.
La suegra más pretérita que recuerdo es una argentina engominada, de gran donosura, que preparaba inmejorables buñuelos rioplatenses. Miriam, mi adolescente enamorada, después de patinar me llevaba a su casa a tomar la merienda y, mientras ella jugaba con su gato en el sofá, mi suegra freía los buñuelos y los probaba cada tanto: «Deliciosos», decía. Recuerdo el día en que la vi más feliz que nunca: el día en que, en 1982, las tropas inglesas abandonaron las Islas Malvinas. Aún la veo gritar, agitar la matraca, secarse el sudor con el pañuelo de seda que, al mismo estilo de las Madres de Mayo, empleaba como parte de su personalidad.
Mis suegras posteriores resultaron un pan de Dios. Tanto, que una de ellas se metió a monja después de que su marido murió y de que su hija se hizo profesional.
Una suegra llena de ímpetus es la recordada Marujita, temperamental y distinguida dama que reclamaba a su hija por tenerme demasiado flaco. Seguro debido a ello, me abrió las puertas de su cocina. Recuerdo que una noche Nidia y yo nos demoramos más de lo debido, y cuando llegábamos a su casa vislumbramos una sombra solitaria que daba vueltas por el parque. Era Marujita, quien había salido a esperarnos en una actitud tan silenciosa, tan dramática que nos dolió muchísimo más que si nos hubiera pegado la raspa.
Mi época universitaria me hace perder la cuenta de la cantidad de suegras que me tocaron en suerte. Estudiante desaplicado y periodista precoz, salté tanto de brazo en brazo que ahora sólo tengo recuerdos fragmentarios de ellas. Hubo una época, incluso, en que tuve suegras cada fin de semana. Ninguna de ellas, por supuesto, se acuerda de mí.
Al casarme, heredé otra suegra de grandes atributos culinarios y artísticos: Rebequita. Alta, sólida, consolidó su vocación maternal (y algo machista) conmigo, a quien prohijó de inmediato, anteponiéndome incluso algunas veces ante su propia hija. Me ganó el ánimo por el estómago: cada fin de semana armaba verdaderas fiestas gourmet en su casa. Estupenda bailarina de twist y pasillos ecuatorianos, se empecina en querer mucho a mis hijas y eso es más que suficiente para merecer todo mi respeto.
Muchos de los matrimonios no duran para siempre. El mío perteneció a esa estirpe, pues un día se extinguió, más no así la excelente amistad que mantengo con la madre de mis hijas, la siempre tímida y verbosa Soledad, y la cordial relación con Rebequita, que todavía me prepara deliciosos saltados picantes cuando la visito.
Pero la que se lleva todos los laureles es Vilma, la más bondadosa, tierna, cómplice, quien jamás obstaculizó la relación que su brillante hija y yo mantuvimos durante cinco largos años. Extraño mucho sus deliciosos tallarines en salsa roja.
Vino una suegrita bondadosa, una viejecita de algodón, a la que poco vi porque mi relación con Carla no tuvo futuro.
Mis suegras actuales llegaron por partida doble: las dos madres de mi bella y celosa Delicia, ambas simpáticas, gárrulas, sinceras en extremo. Una de ellas, Nilda, capaz de cantarte las cuarenta sin intermediarios, y la otra, Doris, estoica y ganadora de la vida. Ahora mismo la última acaba de enviar de su finca tropical una buenísima dotación de carne exótica para apaciguar mi goloso tubo digestivo.

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