domingo, 27 de mayo de 2012
COLUMNA: DESDE EL ATELIER
El maestro Carlos Galarza, pequeño gigante de la escultura
Josué Sánchez
Dentro de la escultura peruana pocos son los maestros que como Carlos Galarza pueden jactarse de haber ejercido una verdadera docencia, sin abandonar su labor creadora.
Nacido en Aco, Huancayo, y formado artísticamente en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes y la Universidad Autónoma de México, volvió a Huancayo en 1965 para dirigir la Escuela de Bellas Artes, logrando anexarla de inmediato a la Universidad Nacional del Centro.
Ya en ella, además de la dirección, se hizo cargo del taller de escultura, un soleado y pequeño patio cerrado, donde los apenas cuatro estudiantes que conformábamos la especialidad, acostumbrábamos esperarlo cada mañana para recibir sus recomendaciones, oír sus anécdotas y bromear un poco antes de iniciar propiamente el trabajo.
Amante de la libertad creadora, solía decir que la enseñanza artística debería ser impartida con la más amplia libertad, estimulando la imaginación del alumno por medio de conversaciones en torno a temas familiares y cercanos a su realidad.
Y así lo hacía, nos dejaba su conocimiento como si fueran pastillas de sabiduría. «Todos los artistas deben proyectarse dentro de su propia cultura. Hoy los artistas piensan más en Nueva York y en la Francia de ayer; quieren mostrarse como extranjeros, asumiendo poses de lo que no son», afirmaba. Eso no le impedía, en alas de la imaginación, moverse alrededor de las monumentales obras egipcias, mayas y aztecas, o trasladarse de Francia, Nueva York o Machu Picchu a la feria dominical, para hablarnos del ritmo, la composición, los pasajes de la luz y la sombra en la escultura para culminar en las interrelaciones entre espacio y volumen.
Luego, cuando nuestros ojos reflejaban el deslumbramiento interior que nos producían sus enseñanzas, se alejaba callado para dejarnos jugar con la terracota hasta lograr formas que nos hicieran sentir parte de esa materia.
El silencio entonces nos embargaba y trabajábamos solos, dejando transcurrir las horas en un diálogo artístico de formas y volúmenes, en el que nunca intervenía de manera directa, permitiéndose sólo sugerir pequeños cambios formales que no afectaban el contenido temático de la obra.
Era un gran maestro, con un gran sentido del humor. En una ocasión, habiendo llegado temprano al taller, encontré el piso blanqueado por el yeso de los moldes del día anterior y ni corto ni perezoso aproveché para jugarle una broma. Aludiendo a su pequeña estatura imprimí sobre el piso las huellas de diminutos pies que llevaban a la dirección, donde él ya se encontraba trabajando.
Pronto me di cuenta de la magnitud de lo hecho, cuando a los diez minutos la puerta de la dirección se abrió y el profesor Galarza salió atraído por la risa de un grupo de alumnos y profesores congregados alrededor de las huellas.
Avergonzado empecé a balbucear mis disculpas, cuando percatado de todo el profesor soltó la risa y acercándose mientras me felicitaba me murmuró al oído: “Me debes una”.
Un año entero se pasó repitiéndome por lo bajo la dichosa frasecita, un año en el que el suspenso me obligó a trabajar sin descanso, hasta que poco antes de terminar yo mis estudios y de dejar él la dirección, me llamó un día a su oficina y asegurando con toda seriedad que yo ya era un artista, me exigió el cumplimiento de la deuda, reclamándome ser su socio.
Nunca un profesor le dio mayor estímulo a un alumno. Siempre lo recordaré con gratitud y admiración. Fue pequeño de estatura pero gigante en el corazón y el talento.
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