Juan
Carlos Suárez Revollar
El creador de Yoknapatawpha City, William Faulkner,
falleció hace cincuenta años. Su poderosa influencia ha marcado la literatura
universal de la segunda mitad del siglo XX, así como la obra de los escritores
del «Boom». Discípulos suyos son desde Juan Carlos Onetti y Gabriel García
Márquez hasta Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa.
William Faulkner
(Missisipi,
25 de setiembre de 1897 - 6 de julio de 1962) ambientó su obra en Yoknapatawpha
City, un polvoriento y ficticio territorio sureño, ubicado en Missisipi, donde
han de vivir los Sartoris, los Compson, los Snopes, los Coldfield, los Sutpen y
otras tantas familias integradas por los inolvidables personajes que
constituyen, piedra sobre piedra, el universo faulkneriano. Se trata de unas
tierras donde la guerra de secesión se ha llevado el antiguo esplendor de los
grandes señores, ha destruido las plantaciones, empobrecido las arcas y
liberado a los esclavos. Aún así, se siguen manteniendo los códigos de honor,
las marcadas clases sociales e incluso las viejas costumbres.
El barroquismo
del lenguaje es peculiar en Faulkner. Sus extensas oraciones, construidas en
base a frases grandilocuentes, tienen el ánimo de ser notables, siempre
relevantes. El estilo, podría decirse, recoge el mismo aliento de la tragedia
griega, cuya atmósfera, además, se incorpora en casi toda su obra.
Aunque desde
sus primeras novelas ya se vislumbraba su gran talento —el también escritor y
su maestro, Sherwood Anderson, ya estaba peleado con él, pero lo seguía
«considerando una promesa»—, fue a partir de «El sonido y la furia» (1929) que
alcanza uno de sus mayores picos. No es su mejor novela, pero sí su experimento
más audaz. Dividida en cuatro partes, en ella los planos narrativos y los
puntos de vista se abordan de tal forma que el orden lógico de la narración
llega a ser caótico. Desfilan por sus páginas personajes imperecederos como Caddy,
Quentin o Benjy, y reviven los mismos conflictos que Esquilo, Sófocles y
Eurípides plasmaron en sus tragedias. Aunque Faulkner negara conocerla antes de
la redacción de «El sonido y la furia» (los estudiosos encontrarían el ejemplar
fechado en 1924), la influencia de «Ulises», de James Joyce, recorre toda su
obra, pero es más que notable en esta novela. A partir de entonces, y en un
lapso menor a una década, escribió sus mejores trabajos. «Santuario» (1931) es
más sencilla estructuralmente, y era apenas apreciada por él, pero fue otra de
sus piezas maestras. En esta novela la violencia y la decadencia —una constante
en el mundo faulkneriano— imperan hasta niveles nunca vistos. Todos los
personajes son malvados, psicópatas, endebles, idiotizados o cobardes. La
frágil Temple Drake parece condenada a ser víctima de Popeye y sus secuaces, y
su desfloración —para Mario Vargas Llosa el cráter de la novela— es una
secuencia inolvidable por lo salvaje y horripilante, aunque también por lo
hechicera.
Escrita después,
pero publicada poco antes, «Mientras agonizo» (1930) representa una serie de
piruetas estructurales en que el punto de vista es el verdadero protagonista.
Sobre una historia —como siempre— truculenta, poco menos de una veintena de
personajes dominan el respectivo capítulo a través de su fluir de la
conciencia. Así, hechos sencillos toman gran complejidad al volverse a contar
desde nuevas perspectivas.
Entre sus
mejores novelas podría citarse «Luz de agosto» (1932), con su aparente aliento
a novela decimonónica, por ser menos atrevida en el uso de la tecnología
narrativa. Y en «Desciende Moisés» (1942) e «Intruso en el polvo» (1948) continúa con
esta forma de escribir. Sin embargo, salta a la vista la evolución que ha
ocurrido en Faulkner: ya no es el joven dispuesto a pulverizar, a través de la
técnica, toda la literatura conocida, pues la ha interiorizado y equilibrado
con la historia a contar.
Es poco menos
que imposible elegir una sola de las obras de Faulkner. En él la totalidad
—desde «Pilón» (1935) y «¡Absalón,
Absalón!» (1936) hasta la trilogía de los Snopes (de 1940
a
1959) y «Las palmeras salvajes» (1939), con su famosa traducción de Jorge Luis Borges— es un
imperativo. Faulkner hizo cuanto se le antojó con la literatura, y legó a la
posteridad, directamente o a través de sus discípulos, grandes enseñanzas sobre
el arte de narrar.
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