Jhony
Carhuallanqui
El 10 de octubre se
declaró como “El Día Mundial Contra la Pena de Muerte” con el propósito de
concienciar a la población y comprometer a los gobiernos en implementar medidas de sanción alternativas,
que no transgredan el más elemental de los derechos: la vida. Este esfuerzo
multisectorial —liderado por Amnistía Internacional—, está reunido en una
Coalición de 64 organismos que desde hace10 años batallan por la eliminación de
la pena capital.
El logro para 2012 es
significativo. Hay una reducción progresiva de su uso, pues ya son 141 países
los que la han eliminado o al menos, no la han ejecutado. Sólo 20 países la practican,
siendo China el verdugo más implacable y el más reservado, pues no informa
sobre el hecho al catalogarlo como “Secreto de Estado” y pese a haber eliminado
13 delitos como sus causales, es líder del vergonzoso ranking. Japón es un caso
especial, pues su política humanitaria no contrasta con sus últimos siete
ahorcamientos.
En Europa
el único país que aún la práctica —a través del fusilamiento— es Bielorrusia.
En Medio Oriente la situación es preocupante, pues se ha incrementado casi en
un 50%: en Arabia Saudí la condena también se extiende a la homosexualidad, en
Irán se admite para menores de edad, en Irak las “confesiones” forzadas las
sustentan, y en Yemen procede contra los delincuentes juveniles.
En nuestro continente,
EE.UU. es el país prominente en estas infaustas prácticas (ya van 30 muertos en
lo que del año), y aunque también lo estipula Canadá, Cuba, Guyana y otros
países del Caribe, no la han consumado en los últimos años.
Se calcula que existen 18,750 personas condenadas al
patíbulo en el mundo, y aunque muchos están de acuerdo en su implementación,
argumentando como principal razón la inefectividad del sistema penitenciario,
asfixiado por la obesidad normativa que
no previene la violencia, debemos entender que la Dignidad Humana se logra no
sólo exigiendo derechos, sino, respetándolos, así sean de individuos que
cometan atrocidades. Un Tribunal no puede ser un instrumento de venganza.
Quizá
la condena a la horca del dictador Iraquí Sadam Hussein y la cuestionada
ejecución en Libia de Mudamar el-Gadafi no ameritan contrición alguna en muchos
sectores, pero ha de ser el eje de los debates que, a fines de este año, debe
entablarse en la ONU respecto a la pena de muerte como “derecho” del Estado (y
a veces de la población).
Recordemos
que en el ocaso de la II Guerra Mundial, Benito Mussolini fue fusilado, su
cuerpo expuesto cabeza abajo para que pudieran escupirle, orinarle y golpearle.
Actos mezquinos como estos no pueden nutrir la verdadera justicia que demanda
la población.
Nuestra
actual Constitución establece que “La pena de muerte
sólo puede aplicarse por el delito de traición a la patria en caso de guerra, y
el de terrorismo, conforme a las leyes y los tratados de los que el Perú es
parte obligada” y, como
firmantes de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) o Pacto de
San José, estamos obligados a no ampliarla a otros delitos, así como no
aplicarla a menores de edad ni mayores de sesenta años.
Adicionalmente se firmó el Protocolo a la CADH
Relativo a la Abolición de la Pena de Muerte que señala: “Los Estados partes en el
presente Protocolo no aplicarán en su territorio la pena de muerte a ninguna
persona sometida a su jurisdicción”, pacto que el Perú aún no ha
ratificado y que significaría su abolición absoluta, mientras tanto, es una facultad del Estado suspendida en el acto
pero, reconocida en la legalidad.
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