domingo, 14 de octubre de 2012

Porque la justicia no puede ser barbarie


Jhony Carhuallanqui



El 10 de octubre se declaró como “El Día Mundial Contra la Pena de Muerte” con el propósito de concienciar a la población y comprometer a los gobiernos en  implementar medidas de sanción alternativas, que no transgredan el más elemental de los derechos: la vida. Este esfuerzo multisectorial —liderado por Amnistía Internacional—, está reunido en una Coalición de 64 organismos que desde hace10 años batallan por la eliminación de la pena capital.
El logro para 2012 es significativo. Hay una reducción progresiva de su uso, pues ya son 141 países los que la han eliminado o al menos, no la han ejecutado. Sólo 20 países la practican, siendo China el verdugo más implacable y el más reservado, pues no informa sobre el hecho al catalogarlo como “Secreto de Estado” y pese a haber eliminado 13 delitos como sus causales, es líder del vergonzoso ranking. Japón es un caso especial, pues su política humanitaria no contrasta con sus últimos siete ahorcamientos.
En Europa el único país que aún la práctica —a través del fusilamiento— es Bielorrusia. En Medio Oriente la situación es preocupante, pues se ha incrementado casi en un 50%: en Arabia Saudí la condena también se extiende a la homosexualidad, en Irán se admite para menores de edad, en Irak las “confesiones” forzadas las sustentan, y en Yemen procede contra los delincuentes juveniles.
En nuestro continente, EE.UU. es el país prominente en estas infaustas prácticas (ya van 30 muertos en lo que del año), y aunque también lo estipula Canadá, Cuba, Guyana y otros países del Caribe, no la han consumado en los últimos años.
Se calcula que existen 18,750 personas condenadas al patíbulo en el mundo, y aunque muchos están de acuerdo en su implementación, argumentando como principal razón la inefectividad del sistema penitenciario, asfixiado por la obesidad  normativa que no previene la violencia, debemos entender que la Dignidad Humana se logra no sólo exigiendo derechos, sino, respetándolos, así sean de individuos que cometan atrocidades. Un Tribunal no puede ser un instrumento de venganza.
Quizá la condena a la horca del dictador Iraquí Sadam Hussein y la cuestionada ejecución en Libia de Mudamar el-Gadafi no ameritan contrición alguna en muchos sectores, pero ha de ser el eje de los debates que, a fines de este año, debe entablarse en la ONU respecto a la pena de muerte como “derecho” del Estado (y a veces de la población).
Recordemos que en el ocaso de la II Guerra Mundial, Benito Mussolini fue fusilado, su cuerpo expuesto cabeza abajo para que pudieran escupirle, orinarle y golpearle. Actos mezquinos como estos no pueden nutrir la verdadera justicia que demanda la población.
Nuestra actual Constitución establece que “La pena de muerte sólo puede aplicarse por el delito de traición a la patria en caso de guerra, y el de terrorismo, conforme a las leyes y los tratados de los que el Perú es parte obligada” y, como firmantes de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) o Pacto de San José, estamos obligados a no ampliarla a otros delitos, así como no aplicarla a menores de edad ni mayores de sesenta años.
Adicionalmente se firmó el Protocolo a la CADH Relativo a la Abolición de la Pena de Muerte que señala: Los Estados partes en el presente Protocolo no aplicarán en su territorio la pena de muerte a ninguna persona sometida a su jurisdicción”, pacto que el Perú aún no ha ratificado y que significaría su abolición absoluta, mientras tanto, es una facultad del Estado suspendida en el acto pero, reconocida en la legalidad.

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