Realidad
que supera la ficción
Sandro Bossio
Suárez
Nuestra tierra fértil, nuestra
exuberante floresta, nuestras costumbres atávicas exaltaron desde el principio
la imaginación –y a veces hasta los espejismos– de los viajeros. Así,
extasiados y febricitantes, nos contaron cientos de historias.
Por ejemplo, que los antiguos hombres
peruanos masticaban coca con elementos alcalinos para adormecer lengua, labios
y garganta, fenómeno que en quechua se llama “kunka sukunka” (es decir “faringe
adormecida”). Quien nos lo cuenta en una anécdota sabrosa es el jesuita español
Bernabé Cobo. Dice que fue beneficiario del “kunka sukunka” cuando tuvo que
combatir un terrible dolor de muelas.
Polo de Ondegardo, un cronista hispano
que se casó con una descendiente de Manco Inca con el solo propósito de obtener
los secretos de la “panaca incaica”, es decir, de las familias reales,
describió cómo los médicos aborígenes cortaban la carne de los heridos en
sorprendentes cirugías y, después de ella, cerraban las heridas engrapándolas
con cabezas de escarabajos.
Garcilaso de la Vega, el Inca, narra
que los indios “guancas” comían sabrosísimamente y bebían también
sabrosísimamente la carne y la sangre de los perros andinos, y que además
confeccionaban idolillos con los colmillos y tambores con la piel, porque
creían que de esa manera iban a adquirir la fidelidad y ferocidad de esos
nobles animales. Por esa costumbre, dice el cronista, los “guancas” fueron
llamados “guancas comeperros”.
Pedro Cieza de León, en su largo
recorrido por los andurriales del sur meridional del Perú, se encontró con unas
mujeres solas, viejas, que se protegían en cuevas y grutas, a quienes llamó
“pampa-huarmis” o “mujeres de la pampa”. En sus crónicas cuenta la terrible
historia: eran mujeres públicas, prostitutas, que, por norma, no podían vivir
en la sociedad incaica por exceso de edad. Estaban proscritas, prohibidas de
volver a la civilidad, condenadas a morir entre los filudos incisivos del hambre
y el frío. Pero muchas de ellas no morían pese a que la gente no las socorría
y, verdaderas amazonas de ande, combatían a la fatalidad. Así las encontró
Cieza de León y así las presentó al mundo.
Guaman Poma de Ayala, el primer
cronista gráfico que tiene el mundo, recorrió gran parte del territorio
virreinal del Perú anotando lo que veía, escuchaba, olía, y logró para la
humanidad dos libros maravillosos que –no se sabe cómo– sacó de la Colonia sin
que nadie se enterara, aun cuando las aduanas
terrestres y flotantes estaban instruidas para perseguirlos, pero, sobre
todo, para destruirlos.
Cuenta en uno de los pasajes más
intensos de sus memorias, que vio cómo los indios de Huánuco curaban sus males
comiendo un sanco pestilente logrado sobre la base de tubérculos podridos en
grandes pozas de fango y pecina. Quinientos años después, este producto se ha
puesto de moda, se ha convertido en todo un boom exportable de la medicina
tradicional: se llama “tocosh” y el Perú lo sigue produciendo a la usanza
incaica en las zonas templadas del centro del país.
El propio Gabriel García Márquez
relata que Antonio Pigafetta, el navegante florentino amigo de correrías de
Magallanes, contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos
pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros
como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. También “un
engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo
y relincho de caballo”.
El gran colombiano también nos cuenta
–y es cierto– que uno de los tantos misterios nunca descifrados “es el de las
once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron
del Cusco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino”.
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