Pedro González Paucar
«Tengo grabada, en mi corazón, la imagen de encontrarla sentada en su corredor, con el telar estirado del poste a su cintura». - Foto: Soledad Mujica |
Cancialina Laureano Marín, la tejedora
del “challpi wathrako” (faja
multicolor), partió de viaje a la eternidad el 6 de marzo. Su ausencia afecta
profundamente y enluta el arte popular. Nos indigna que, en vida, no haya sido
reconocida por autoridad alguna, siendo una de las más grandes exponentes de la
textilería tradicional Wanka y del Perú.
Desde 1979 hasta mediados del 90,
nuestra querida Cancialina —junto a otros artistas renombrados— perteneció a la
asociación de artesanos “Kamaq Maki”. Gracias a su talento, sus tejidos se
encuentran en colecciones, estudios y museos de Europa, Japón y EE.UU. Ha sido
más conocida y respetada en el exterior por especialistas en textilería que en
el Perú, donde solo un puñado de admiradores y artistas la frecuentábamos.
Para apreciar y comprender el valor de
su trabajo, se requiere tener cierta sensibilidad y conocimiento de su uso,
reconocer sus texturas, conocer el leguaje de sus figuras, la aplicación de los
tintes naturales a sus hilos y más.
Para los conocedores, las fajas de Cancialina
siempre despertaron admiración por su alta calidad artística, por la
complejidad de su técnica y la armonía de sus colores. Para tener una idea, una
faja de 10 cm contiene como mínimo 840 hilos de urdiembre y, a lo largo de 190
cm, desfilan un sin número de figuras estilizadas conservando aun las
estructuras prehispánicas.
Pocos fuimos los que tuvimos la suerte
de conocerla y el privilegio de recibir, alguna vez, sabias lecciones de la
lectura iconográfica de la faja. Con su español entreverado con “Wanka limay” (hablar Wanka) y su risa
fácil, se dejaba entender, inspiraba afecto, respeto y ternura. Me temo que con
ella perdemos a la heredera de un conocimiento que viene desde hace miles de
años.
Cancialina nació en Viques, en 1926,
fueron tres hermanas las que aprendieron el arte de tejer de su madre María
Marín, y ella, a su vez, lo recibió de la suya, Antonia Sinche. Guardaba entre
sus prendas, como una joya, la faja fina de “pampa” azul de su mamá (gastada los bordes por el uso) que, de vez
en cuando, mostraba para usarla como modelo.
Me contó que a los 12 años ya dominaba
la “kallwa” (telar de cintura) y, a
los 17, se inició llevando a la feria dominical sus tejidos. Nunca tuvo un
puesto, solo colocaba su manta en algún rincón y ofrecía su trabajo a los
turistas. En los últimos años, continuó tejiendo, pero solamente por pedido.
Vivió en su casita de adobes y tejas,
en la esquina de la plaza de Viques. Tengo grabada, en mi corazón, la imagen de
encontrarla sentada en su corredor, con el telar estirado del poste a su
cintura, concentrada con los dedos en la urdiembre, haciendo el “aklay” (selección de los hilos para la
figura). Mamá Cancialina trabajó hasta que se derrumbó el techo de su
habitación principal y, con ello, se desprendió el poste del corredor, por lo
cual ya no pudo «estirar su urdiembre». Los últimos años, los pasó quejándose
de sus hijos que no repusieron la columna para proseguir con su arte.
Con el viaje sin retorno, cierra una
etapa y deja el camino de la creación a su hija Blanca Huamán (ganadora de un
concurso nacional de tejidos el año pasado), para seguir las huellas de su
extraordinaria madre. Esperamos que así sea.
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