Django sin cadenas
Jorge Jaime
Valdez
Quentin Tarantino es uno de los pocos
creadores que solo hace películas buenas. Incluso las que son consideradas
menores como “Jackie Brown” o “A prueba de muerte” tienen un encanto indudable;
las otras: “Perros del depósito”, “Kill
Bill” o “Bastardos sin gloria” son soberbias, y “Pulp Fiction” es una obra maestra. “Django sin cadenas” es su
última entrega y es un filme notable, que solo confirma el endemoniado talento
de este alquimista del cine.
“Django Unchained” es un homenaje y una
reinvención del Western, el género rey, como se le conoce, específicamente del “Spaghetti Western” o Western
mediterráneo, un subgénero cuyo máximo representante fue Sergio Leone. Este
tipo de cintas se rodaban en Europa, con presupuestos bajos y eran consideradas
de Serie B.
Como en sus otras películas, Tarantino
juega y mezcla los géneros y subgéneros que conoce muy bien por su cinefilia
voraz. Puede saltar con facilidad de una situación dramática al humor, de lo
normal a lo extravagante, o conmueve y divierte a la vez. También hace una
revisión personal de la historia, en clave de ficción, obviamente, en
“Bastardos sin gloria”, donde hizo que un grupo de judíos mataran a Hitler en
afán justiciero. Esta vez, es un héroe negro que a balazos venga el abuso, el
maltrato y la explotación que sufrieron los afroamericanos en el sur de los
Estados Unidos, en los tantos años que duró la esclavitud.
Este western atípico nos cuenta la
historia de un esclavo llamado Django que es liberado por un asesino a sueldo
alemán con poses aristocráticas, para que lo apoye a encontrar y matar a unos
hermanos que son perseguidos por la ley; a cambio, él ayudará al esclavo
liberto a encontrar a su esposa que trabaja en la hacienda del despiadado y
ambiguo señor Candie, interpretado con solvencia por Leonardo Di Caprio.
Otro talento del cineasta es su
capacidad de dirigir actores, pone a artistas olvidados o subestimados en sus
filmes, y ellos lucen notables. Di Caprio da la talla ante un extraordinario Christoph
Waltz, o Samuel
L. Jackson, su
actor fetiche —sale en tres de sus cintas— que en éste hace un personaje corto
pero muy bien logrado. En realidad, es él quien maneja “Candyland” y a su desalmado y sádico propietario. Compone una
caracterización desagradable: un negro racista, con corazón de blanco,
manipulador, intrigante y calculador. Waltz, por otra parte, se llevó el Oscar por
“Bastardos sin gloria” donde interpretó a un nazi cruel y políglota, ahora
repite el plato y vuelve a ganar la estatuilla encarnando a otro personaje “tarantiniano”.
La música es otro acierto, como en la
mayoría de su filmografía: “Pulp Fiction”
es un clásico contemporáneo en gran parte por su “soundtrack”, y ésta no es la excepción. Las tonadas de filmes del
oeste se mezclan con una gran variedad de temas extraídos de la música popular.
El artífice es el argentino Luis Bacalov.
La fotografía se luce al igual que la
puesta en escena, y la violencia no parece terrible, sino estilizada y
plástica. Es menos sangrienta que sus primeros filmes, pero incluye tiroteos y
sangre a chorros como una marca personal.
También se rinde homenaje al “Django”
original. En la escena donde el señor Candie observa a dos mandingos moliéndose
a golpes, en la barra del bar vemos a Franco Nero, el primer Django, quien
conversa brevemente con Jamie Foxx, el Django negro y justiciero. Al igual que otros
cineastas, Quentin Tarantino hace un pequeño papel en la cinta, lo curioso es
como desaparece: volado literalmente en mil pedazos.
Finalmente, sólo queda recomendar esta película
desenfadada, fresca, lúdica que es otro gran acierto en el cine de Tarantino, a
la espera de su próxima entrega que, seguramente, dinamitará otra vez los
géneros del séptimo arte.
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