domingo, 25 de julio de 2010

Fútbol (5): El fútbol, esa cicatriz

(Edición especial Nº 320 del 03 de julio de 2010)


Memoria:
El fútbol, esa cicatriz

Augusto Effio Ordóñez

El fútbol es una cicatriz de la infancia. Murió en 1986, cuando pude ver completos (no les miento) los treinta y pico partidos del mundial de México. Menos el último, porque faltando quince minutos para que concluya el Argentina-Alemania me dieron ganas de patear la pelota, y me fui a buscar al par de incautos de la cuadra que jugaban tan mal como para creerme Butrageño (ya desde entonces iba a contracorriente en la elección de ídolos).
Los horarios de hoy son infames. Hace unos días tuve que ver el prometedor Italia-Paraguay con el pretexto de almorzar en un chifa (¿o al revés?). Mi buen olfato para los guisos me hizo elegir el único recinto cercano del trabajo que se resistía a la dictadura de las pantallas planas. No había plasma, pero el “kam lu” de dos carnes estaba más entretenido que los puntos azules y rojos que a duras penas podía trasmitir el único televisor de perillas que debe quedar en la comarca de Jesús María. Por lo menos esa fue mi visión de Sudáfrica desde la mesa 5, a tiro de gol de la cocina: templo donde la única ofensiva que importa es la que terminará por dorar los ostiones.
Mi hijo, de nueve años, es inmune al fútbol. La mascota y la canción de coca cola es lo único del mundial que le produce cierta simpatía. No tengo razones para convencerlo. Si tuviese a un Zico, un Platini o un Luadrup a la mano las cosas serían distintas. Ahora sólo nos quedan pasadores de pelotas y dribleadores insulsos con nombres que van mejor en envases de perfumes que en la espalda de una camiseta: Cristiano, Lio, Arjen. En el 86, cuando era yo quien contaba nueve abriles, jamás pensé en los trajecitos ajustados del mundial de México como una señal de coquetería; hoy, resulta que los jugadores se dividen en dos continentes: los que le quitan el sueño a los diseñadores y los que tienen que conformarse con las tallas estrechas de los más fotogénicos.
Antes, uno podía confiar a ciegas en la cartografía del fútbol. El número 8 era el entusiasta del grupo: rostro de recién casado y amante del flanco derecho. El número 3 debía tener cara de pocos amigos, modales agrios y vocación de leñador. El fútbol, esa cicatriz, era un mundo de verdades universales. Hoy, los goles, los contados que uno puede ver, ya no los marcan los número 9. ¿Es eso justo? Ni qué decir del azar, que tenía un rol asignado en esos dominios: Maradona se animó a marcar el segundo ante Inglaterra sólo porque nadie acusó la pequeña fortuna (travesura dirán algunos) del gol inicial. Los errores eran capaces de engendrar genialidades. Hoy, un trotón de medias caídas tiene que disculparse en cinco idiomas por una mano casual en el área contraria, no por genuino arrepentimiento, sino para liberarse de las miles de repeticiones en cuarenta y tres ángulos distintos que anuncian los noticieros.
Antes de terminar la primera ronda del mundial, el fútbol me duele más que nunca. Y la cicatriz parece más grande de lo que fue el corte, sin duda.


MÁS DATOS:
Augusto Effio Ordóñez (Huancayo, 1977) es escritor, autor del volumen de cuentos “Lecciones de origami” (Edit. Matalamanga, 2006) y de “Dos árboles” (Colección Underwood, 2010). Cuentos suyos forman parte de numerosas antologías de narrativa breve. Ha obtenido el segundo puesto en el premio Copé de cuento 2004, tres menciones honrosas en el concurso “El cuento de las mil palabras”, de la revista “Caretas”, y ha sido finalista del Concurso Juan Rulfo de cuento que otorga Radio Francia Internacional en 2007.

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