Rodrigo Miranda Tiza
Impresionante, grandioso; así, ante mis asombrados ojos se presentó aquella madrugada la ciudad del Cusco. Era la primera vez que la veía, desde lo alto de la carretera que ingresaba por el lado de Abancay. Ya en sus calles. Pude ver algunos bohemios y trasnochadores que envueltos en sus angustias y gruesas chalinas volvían a sus moradas, quien sabe a multiplicar sus penas
Avanzábamos raudamente y pude distinguir con multiplicada emoción, los primeros muros incaicos y sobre ellos, igualmente impresionantes, las casonas y palacios que los españoles edificaron: era un ensamblaje que no me emocionó.
Ante nosotros se erguía Tambomachay, el centro sagrado de rituales y adoración al agua; al agua que es fuente de vida, al agua que allí brota de las entrañas de la tierra, pura y cristalina; que nunca cesa de discurrir con una sinfonía infinita que nos envuelve. Aquí Rosita, -nunca sabré si fue en broma o en serio-, me dijo con gentil acento: “Te gustaría volver al Cusco? ¿Quieres regresar por estos lugares?”. Cómo no iba a desearlo, ya estaba enamorado de aquella ciudad. “Bebe -me dijo-, bebe con fe; pero sin apoyar tus manos en el muro”, -esta vez lo dijo con ademán imperioso pero amable-. Así lo hice; tal vez por eso he regresado a la increíble ciudad imperial, tantas veces que ya perdí la cuenta. ¿Acaso los dioses Incas me concedieron su licencia para acariciar y admirar sus antiguos dominios?
Caminábamos por una amplia explanada, podíamos apreciar enormes muros pétreos zigzagueantes. Ya estábamos en Sacsayhuamán. Después supe que sus muros, vistos desde el aire, semejan los rayos y relámpagos que las tormentas generan, cuando la tierra vibra con fuerza avasalladora.
Ya al anochecer, abstraído, seguí por mi cuenta por calles ora iluminadas, ora oscuras; ora bulliciosas, ora silenciosas. Me dirigí a la tradicional taberna Hatuchay; la música cusqueña, los parroquianos, los turistas, las atenciones, todo era regocijante. Me ubiqué en una mesa ubicada en el balcón, dando a la plaza. Desde allí podía contemplar las siluetas del templo mayor, la de la Iglesia de la Compañía, la pileta central que luce extraños seres mitológicos. Cada espacio del local, -una antigua casona colonial-, lucía inscripciones, versos, frases en idiomas de todo el mundo. Los visitantes, los poetas, los bohemios y todo aquel que deseaba hacerlo, podía perennizar sus sentimientos. Me atreví y anoté: “Cusco querido, eres eterno”, debajo puse mi nombre y el lugar de mi procedencia. Por algunos años seguí releyéndolo. Actualmente, aquel acogedor centro de encuentros, reencuentros y desencuentros ha cerrado sus puertas. Nadie me explicó el por qué, tampoco pregunté. Allí conocí, quien sabe a la joven más inteligente, bella, libre de prejuicios y encantadora que se ha cruzado por mi vida. Ella era admiradora de Vallejo. Me dio la sensación que conocía la historia del antiguo Perú, mejor que yo; el curioso acento que daba al castellano, me decía que no era peruana. Era una maestra francesa que durante sus vacaciones recorría Sudamérica y me confió que el Cusco la había embrujado y quería quedarse por siempre en él. Coincidimos en tantas cosas; cantamos, bailamos, lloramos, reímos hasta el delirio; jamás sabremos hasta qué extremos…El tiempo ya habrá borrado un poema en francés y otro en español que con su lápiz labial dejamos en la pared del Hatuchay. Ella puso su nombre: “Georgette”, yo el mío.
Avanzábamos raudamente y pude distinguir con multiplicada emoción, los primeros muros incaicos y sobre ellos, igualmente impresionantes, las casonas y palacios que los españoles edificaron: era un ensamblaje que no me emocionó.
Ante nosotros se erguía Tambomachay, el centro sagrado de rituales y adoración al agua; al agua que es fuente de vida, al agua que allí brota de las entrañas de la tierra, pura y cristalina; que nunca cesa de discurrir con una sinfonía infinita que nos envuelve. Aquí Rosita, -nunca sabré si fue en broma o en serio-, me dijo con gentil acento: “Te gustaría volver al Cusco? ¿Quieres regresar por estos lugares?”. Cómo no iba a desearlo, ya estaba enamorado de aquella ciudad. “Bebe -me dijo-, bebe con fe; pero sin apoyar tus manos en el muro”, -esta vez lo dijo con ademán imperioso pero amable-. Así lo hice; tal vez por eso he regresado a la increíble ciudad imperial, tantas veces que ya perdí la cuenta. ¿Acaso los dioses Incas me concedieron su licencia para acariciar y admirar sus antiguos dominios?
Caminábamos por una amplia explanada, podíamos apreciar enormes muros pétreos zigzagueantes. Ya estábamos en Sacsayhuamán. Después supe que sus muros, vistos desde el aire, semejan los rayos y relámpagos que las tormentas generan, cuando la tierra vibra con fuerza avasalladora.
Ya al anochecer, abstraído, seguí por mi cuenta por calles ora iluminadas, ora oscuras; ora bulliciosas, ora silenciosas. Me dirigí a la tradicional taberna Hatuchay; la música cusqueña, los parroquianos, los turistas, las atenciones, todo era regocijante. Me ubiqué en una mesa ubicada en el balcón, dando a la plaza. Desde allí podía contemplar las siluetas del templo mayor, la de la Iglesia de la Compañía, la pileta central que luce extraños seres mitológicos. Cada espacio del local, -una antigua casona colonial-, lucía inscripciones, versos, frases en idiomas de todo el mundo. Los visitantes, los poetas, los bohemios y todo aquel que deseaba hacerlo, podía perennizar sus sentimientos. Me atreví y anoté: “Cusco querido, eres eterno”, debajo puse mi nombre y el lugar de mi procedencia. Por algunos años seguí releyéndolo. Actualmente, aquel acogedor centro de encuentros, reencuentros y desencuentros ha cerrado sus puertas. Nadie me explicó el por qué, tampoco pregunté. Allí conocí, quien sabe a la joven más inteligente, bella, libre de prejuicios y encantadora que se ha cruzado por mi vida. Ella era admiradora de Vallejo. Me dio la sensación que conocía la historia del antiguo Perú, mejor que yo; el curioso acento que daba al castellano, me decía que no era peruana. Era una maestra francesa que durante sus vacaciones recorría Sudamérica y me confió que el Cusco la había embrujado y quería quedarse por siempre en él. Coincidimos en tantas cosas; cantamos, bailamos, lloramos, reímos hasta el delirio; jamás sabremos hasta qué extremos…El tiempo ya habrá borrado un poema en francés y otro en español que con su lápiz labial dejamos en la pared del Hatuchay. Ella puso su nombre: “Georgette”, yo el mío.
interesante
ResponderEliminarProfesor Rodrigo
ResponderEliminarMuy bonito e interesante al igual que su revista de la Oroya Su ex alumna del año 1972