Gerardo Garciarosales
Caminaba por mi ciudad, de las manos con mi soledad, atravesando la vieja y larga avenida principal, avenida convertida por las tardes en un río torrentoso que soporta la incontenible avalancha de vehículos que se dirigen, supongo, a algún despeñadero situado fuera de la ciudad, precipicio inminente para los desesperados por la crisis que nos agobia; impetuosa correntada que arrastra gente agobiada por la soledad, como muñecos solitarios e incoloros, inmersos en ignorados estrépitos de sombras.
Transitaba, como casi siempre lo hago, escarbando con la mirada no sé qué vericuetos, tal vez buscando aquellos mundos perdidos del hombre regados sobre las aceras de aquella calle infinita; cuando, de pronto, lo descubrí tirado en un pliegue del suelo, abandonado, hasta diríamos asustado, y tratando de esconderse de aquellas inmisericordes pisadas de la gente ciega, para que no lo redujeran a su mínima expresión.
Ahí se encontraba, pequeño, silencioso, oculto dentro de su verdadero valor, añorando, sin duda alguna, el calor de las manitos del que fue su pequeño dueño. Era algo minúsculo, gastado por el uso intenso del niño que lo llevó diariamente, porque ciertamente todo me decía que su dueño era un escolar aún pequeñuelo. El menudo lapicito no tenía color, ni una seña que resaltara su marca y procedencia de fabricación. Su textura era tosca, propia de un carboncillo proletario, sin el cono metálico que guarda el borrador, lápiz fabricado en una de esas ignoradas y clandestinas fábricas por gente que los produce para aquellos que no tienen medios ni recursos. Su pulpa era dura y adolecía de la suavidad de aquellos de marca registrada. Se notaba que su origen había sido un árbol de eucalipto de nuestro valle; y era tan pequeño, que su tamaño se perdía entre las falanges nervudas de mis arrugadas manos.
Encontrar ese pequeño lápiz y en aquellas circunstancias de soledad, hizo brotar mi curiosidad que, luego, como un acto no premeditado, puse el lapicillo cerca de mi oído y, entonces, asombrado sentí los actos que sucedían, precisamente, en ese momento. El lapicito era como un trasmisor y, por ello, escuché nítidamente un bullicio de alegría tempestuosa, mezclados con sus respectivos murmullos de voces traviesas; era, a no dudarlo, un recreo de niños y una campana afónica que resonaba indicando el retorno a las aulas, pues había terminado el recreo.
Para dar mayor crédito a aquello que escuchaba, lo llevé a mi otra mano e hice lo mismo con mi otro oído. Entonces, escuché aquello que jamás imaginé escuchar de los labios de una mujer que, por los gritos histéricos de su voz destemplada, saqué la debida conclusión: se trataba de una profesora joven, increpando a un niño: “!Descuidado!, así vas a ser hasta cuando seas viejo. ¡Busca tu lápiz o escribe con los dedos!”.
Y, al fondo, se dejaba escuchar una vocecita temerosa, diminuta, casi imperceptible:
—Mi lápiz se ha caído por el agujero de mi bolsillo, profesora. ¡Ojalá que lo halle alguien que lo necesite más que yo!
Desde aquel día, para llegar a comprender el cielo purísimo de ese niño, empecé a escribir para ellos, para todos los niños que alguna vez perdieron sus lápices. Yo, realmente, necesitaba uno, un lápiz lleno de ternura, para que acompañe, por siempre, mi soledad inevitable.
Caminaba por mi ciudad, de las manos con mi soledad, atravesando la vieja y larga avenida principal, avenida convertida por las tardes en un río torrentoso que soporta la incontenible avalancha de vehículos que se dirigen, supongo, a algún despeñadero situado fuera de la ciudad, precipicio inminente para los desesperados por la crisis que nos agobia; impetuosa correntada que arrastra gente agobiada por la soledad, como muñecos solitarios e incoloros, inmersos en ignorados estrépitos de sombras.
Transitaba, como casi siempre lo hago, escarbando con la mirada no sé qué vericuetos, tal vez buscando aquellos mundos perdidos del hombre regados sobre las aceras de aquella calle infinita; cuando, de pronto, lo descubrí tirado en un pliegue del suelo, abandonado, hasta diríamos asustado, y tratando de esconderse de aquellas inmisericordes pisadas de la gente ciega, para que no lo redujeran a su mínima expresión.
Ahí se encontraba, pequeño, silencioso, oculto dentro de su verdadero valor, añorando, sin duda alguna, el calor de las manitos del que fue su pequeño dueño. Era algo minúsculo, gastado por el uso intenso del niño que lo llevó diariamente, porque ciertamente todo me decía que su dueño era un escolar aún pequeñuelo. El menudo lapicito no tenía color, ni una seña que resaltara su marca y procedencia de fabricación. Su textura era tosca, propia de un carboncillo proletario, sin el cono metálico que guarda el borrador, lápiz fabricado en una de esas ignoradas y clandestinas fábricas por gente que los produce para aquellos que no tienen medios ni recursos. Su pulpa era dura y adolecía de la suavidad de aquellos de marca registrada. Se notaba que su origen había sido un árbol de eucalipto de nuestro valle; y era tan pequeño, que su tamaño se perdía entre las falanges nervudas de mis arrugadas manos.
Encontrar ese pequeño lápiz y en aquellas circunstancias de soledad, hizo brotar mi curiosidad que, luego, como un acto no premeditado, puse el lapicillo cerca de mi oído y, entonces, asombrado sentí los actos que sucedían, precisamente, en ese momento. El lapicito era como un trasmisor y, por ello, escuché nítidamente un bullicio de alegría tempestuosa, mezclados con sus respectivos murmullos de voces traviesas; era, a no dudarlo, un recreo de niños y una campana afónica que resonaba indicando el retorno a las aulas, pues había terminado el recreo.
Para dar mayor crédito a aquello que escuchaba, lo llevé a mi otra mano e hice lo mismo con mi otro oído. Entonces, escuché aquello que jamás imaginé escuchar de los labios de una mujer que, por los gritos histéricos de su voz destemplada, saqué la debida conclusión: se trataba de una profesora joven, increpando a un niño: “!Descuidado!, así vas a ser hasta cuando seas viejo. ¡Busca tu lápiz o escribe con los dedos!”.
Y, al fondo, se dejaba escuchar una vocecita temerosa, diminuta, casi imperceptible:
—Mi lápiz se ha caído por el agujero de mi bolsillo, profesora. ¡Ojalá que lo halle alguien que lo necesite más que yo!
Desde aquel día, para llegar a comprender el cielo purísimo de ese niño, empecé a escribir para ellos, para todos los niños que alguna vez perdieron sus lápices. Yo, realmente, necesitaba uno, un lápiz lleno de ternura, para que acompañe, por siempre, mi soledad inevitable.
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