Este fue el año de los centenarios. Brillaron, sobre todo, las celebraciones por los cien años del nacimiento de José María Arguedas y el descubrimiento de Machu Picchu.
Sobre éste hasta ahora no se sabe exactamente quién fue el verdadero descubridor, ni quién es el dueño, pero sí sabemos que muchos escritores se impresionaron al conocerlo. Uno de ellos fue Pablo Neruda, el extraordinario poeta chileno, quien viajó al Cusco en 1943 y, tras visitar la ciudadela, escribió, maravillado, un conjunto de poemas (“Alturas de Machu Picchu”, incluido en “Canto general”). Sin embargo, no es el único que poetizó sobre las misteriosas ruinas; también lo hizo el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal (“El secreto de Machu Picchu”); y luego los poetas peruanos César Toro (quien escribió “Torres y praderas de Machu Picchu”), Martín Adán (con “La Mano Desasida, Canto a Machu Picchu”) y el huancaíno Tulio Mora (que incluye varios poemas sobre el gigante de piedra en “País interior”).
El otro gran centenario –y el que, para mi entender, debió tener más peso– lo coronó José María Arguedas con su gigantesco legado educativo, antropológico, sociológico, pero sobre todo literario. Me parece injusto, como lo dijimos en su momento, que el año se haya llamado “de Machu Picchu” cuando tenía, necesariamente, que haberse llamado “de José María Arguedas”. Felizmente, algunos gobiernos regionales tuvieron el acierto de renombrar el año con el epíteto arguediano. Esto me da la oportunidad de decir algo que dije en una conferencia en Lima: Arguedas no sólo es uno de los narradores más importantes de América Latina, fundador de una escuela literaria, sino que se alza también como uno de los autores de la cultura latinoamericana que mejor utilizó el anagnorismo y la anagnórisis, proyectándolos a la nueva generación de escritores influenciados por él. En sus primeros relatos cortos encontramos ya rastros de estas técnicas, que cobran plena vitalidad en sus obras más ambiciosas.
De esa manera, la anagnórisis, como helenismo literario (cuyo significado es “revelación”, “reconocimiento” o “descubrimiento”) es uno de los recursos mejor aplicados en las novelas de largo aliento de José María Arguedas. Asimismo, los anargnorismos, es decir los reconocimientos (o “agnitios”) contenidos en la voz del narrador, aparecen también en los relatos arguedianos, aunque tal vez con menos frecuencia, pero con la misma fuerza que el recurso anterior. Sin embargo, estos elementos recursivos de la obra arguediana pasaron inadvertidas ante los estudiosos de su obra. Habrá tiempo de hablar de eso.
Pero este también fue el año feliz de Mario Vargas Llosa. Vistió de premio Nobel, que si bien es eterno, hasta octubre, cuando debió legárselo a Tomas Tranströmer. Como dijimos alguna vez, Mario Vargas Llosa pudo haber ganado el Premio Nobel de Literatura seis veces. Uno por cada obra maestra. En cada una de ellas, acuñó elementos renovadores para la literatura, para narrar las historias de diferente manera, para ver la narración como nunca antes lo había hecho el mundo. Y precisamente de tanto halagarlo, enorgullecernos de él, olvidamos ese su lado innovador.
En realidad, el premio se debió, en gran medida, al peso estético de su obra, aunque también a algunos de sus planteamientos y actuaciones políticas, como la hermosa carta que envió a Alan García para renunciar a la Comisión del Museo de la Memoria en defensa de los Derechos Humanos.
Todos estamos de acuerdo en que Vargas Llosa es actualmente el único representante del Boom Latinoamericano vigente, el que todavía produce, y el único que sigue renovándose en cada una de sus nuevas obras.
Parece injusto, como lo dijimos en su momento, que el año se haya llamado “de Machu Picchu” cuando tenía, necesariamente, que haberse llamado “de José María Arguedas”.
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