Pedro Novoa
El libro que me cambió, que me pateó, que me hizo polvo la vida es sin dudas, esa brutalidad visceral y ruidosa traducida en palabras llamada “Viaje al fin de la noche” de Louis Ferdinand Céline. Libro que desde el primer párrafo te arrincona en la esquina obligada de la derrota a favor de su magia básica e instintiva; libro que te pervierte, te escupe, te hace vivir impunemente la aventura de un apestado, de un tipejo de porquería que quizá, muy en el fondo, de alguna manera, somos a pesar de nuestros pudores.
En esta vorágine de crudo realismo, Ferdinand decide, sin estar muy convencido, enrolarse en el ejército francés durante la I Guerra Mundial. Decisión que rápidamente lo instaura en la más profunda y nauseabunda decepción. Por eso deserta, prefiere salirse de las trincheras fétidas hacia donde sea. Finge estar demente y logra su cometido. Conoce a Lola, una norteamericana con quien termina enredándose por un tiempo. Viaja al África, pero como siempre, se siente podrir en vida. Se va a los Estados Unidos, donde lo maltratan, practica los peores trabajos y sobrevive casi en condiciones de esclavitud. Se reencuentra con Lola a quien chantajea y pide dinero por un tiempo. Luego, en Detroit conoce a una puta con quien no la pasa tan mal. Finalmente, regresa a Francia a ejercer la medicina, un oficio de asco, despreciando infinitamente a cada uno de sus pacientes.
Este libro me convirtió en escritor, me sacó de la idea comarcal de leer historias con moraleja, con ejercicios pintorescos de regionalismo trasnochado. Me hizo ver que narrar historias límite, de gente puerca y sucia, y elevarlas a la categoría de impresionantes frescos de la condición humana era todo un reto. Así me la pasé divagando en ese mundo e investigué más sobre el autor. Acusado de antisemita, de grosero, decadente y mil adornos más, Céline salió impune con su literatura, al punto de ser, junto con Marcel Proust, los dos escritores contemporáneos más leídos en Francia. Así, llega a ser reconocido por los grandes narradores latinoamericanos como Onetti o Vargas Llosa, y ser considerado influencia directa, también, de Bukowski y Miller. Influenciado por la rudeza de sus imágenes, por su volcánica manera de concebir el mundo, he escrito la novela “Seis metros de soga”, donde me atreví a incluir algunos personajes de estirpe “celineana” como una anciana que mientras defeca escribe para ejercitar su memoria, al tiempo que intercala esta actividad con el tejido de una soga que, luego de completar seis metros, le sirva para quitarse la vida; un boxeador loco que puñetea a sus fantasmas más recios, mientras va muriendo de pie; otro loco que se mete objetos por el recto, y una serie de personajes más de mi cloaca imaginaria. Esta novela ganó, el 2010, el primer lugar de los premios “Horacio”.
Es pues por todos estos motivos que “Viaje al fin de la noche” me convirtió, como ya dije, en un escritor maldito, sucio, un ser reptante que alarga sus tentáculos a un tecleado y trama historias con premeditación, alevosía y ventaja, historias negras e inconfesables. Sé que mientras lo hago me ensucio, me maldigo más, pero no tengo otra manera de imaginar, de ser, como los cerdos en medio de su chiquero, feliz.
Desde el primer párrafo te arrincona en la esquina obligada de la derrota a favor de su magia básica e instintiva; libro que te pervierte, te escupe, te hace vivir impunemente la aventura de un apestado.
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