sábado, 3 de marzo de 2012

COLUMNA: DESDE EL ATELIER



La Pietá y la Capilla Sixtina

Josué Sánchez

La obra escultórica y pictórica es una creación que nace como resultado del enfrentamiento de la materia plástica y el hombre creador. Una forma expresiva y significante exige su lugar en el espacio y una apreciación melódica de lectura parcial que nos lleve a otro tiempo de lectura total.

De Miguel Ángel Buonarroti se ha escrito bastante: del escultor, del pintor, del poeta y de su vida. Con ojos de escultor solo quiero comentar la Pietá y el conjunto de la Capilla Sixtina.

Hace años, en Roma, una escultura grandiosa y monumental, donde el genio creador que lo concibió había manifestado en toda su grandeza la belleza sobrenatural de la Virgen María, llenaba de fascinación la mirada del visitante. Ubicada al lado derecho de la entrada a la Basílica de San Pedro, una jovencísima y virginal madre de mármol dejaba sentir todo el peso de la impiedad cometida con su yaciente hijo. Nunca antes una materia había permitido al cincelador arrancarle tanto espíritu. Libre y majestuosa, la escultura tenía una presencia viva en el espacio que la rodeaba, era posible captar el sentimiento de piadosa resignación de la madre y uno se sentía tentado a extender la mano para brindarle consuelo.

Hoy, encerrada en una cámara de vidrio antibalas, la Pietá de Miguel Ángel grita por su libertad a la manera de la pintura del Papa Inocencio de Francis Bacon.

Con ocasión de una bienal de arte realizada en Venecia, un artista loco quiso destruirla y le dio dieciocho alevosas cinceladas. Increíblemente el jurado estuvo a punto de premiarlo por esa actitud, pero afortunadamente la reacción airada del público y de los críticos se lo impidió. Luego de la restauración, sin embargo, la escultura fue condenada a yacer en una cámara de vidrio y aunque hoy sigue siendo la más extraordinaria obra escultórica de la historia del arte, el público ya no puede apreciarla en su integridad.

Si Miguel Ángel esculpió esta incomparable obra cuando contaba con tan sólo veintitrés años, a los treinta realizó otra de igual envergadura en el ámbito pictórico. Por entonces él consideraba que la escultura era la expresión más completa del arte y trabajaba en cuarenta estatuas para la tumba del caprichoso Papa reinante Julio II. Hallándose en Florencia en pleno trabajo, el Pontífice decidió decorar la Capilla Sixtina y apartándolo de la obra, lo envió a Roma a pintar en contra de su voluntad. Fueron cuatro años de martirio para dejarnos una grandiosa obra pictórica al fresco, donde la apreciación melódica de cada figura no es necesaria porque cada una de ellas de por sí ha buscado su libertad, su espacio, de un modo que no es pictórico, sino más bien escultórico.

En el techo abovedado de 46 metros de largo por 15 de ancho, a una altura de 20 metros del suelo, se agrupan los relatos de la creación: Adán extendiendo su brazo hacia Dios, la caída del hombre o el pecado original y el diluvio universal; profetas y sibilas, además de veinte desnudos masculinos rodean las escenas centrales..



Muchos años mas tarde, ya viejo, Miguel Ángel pintó en el espacio que corresponde al altar mayor de la capilla la escena de El Juicio Final. En el fresco incluyó su autorretrato junto al de un cardenal enemigo suyo, en el momento en que ambos eran lanzados al infierno. Indignado el cardenal protestó ante el Papa Pablo III, quien le contestó que no podía hacer nada porque del infierno nadie sale.

Tal vez por eso, el lujurioso y violento Julio II, sabedor de que sólo el infierno lo esperaba por sus pecados, eligió la inmortalidad terrestre del arte. No pasó a la historia como el Papa que devolvió el poder y el prestigio a la Iglesia, sino como el hombre que obligó a un rebelde artista a pintar el mural más sorprendente de todos los tiempos, donde los fondos y espacios se eliminan para dar lugar a un espacio que modela y resalta la figura. La visión de un escultor, más que la de un pintor.

Al final de sus días, impago y maltrecho Miguel Ángel escribió a su padre: “ya no tengo ni vestido ni calzado... estoy solo, sin amigos, y tampoco quiero tenerlos”. Solo anhelaba tener un cincel en la mano y una piedra para esculpir.

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