sábado, 3 de marzo de 2012

El hombre que todo lo sabía



Sandro Bossio Suárez

Las puertas verdes se abrieron y yo, con mi abriguito de filderretor y mi bufanda de albardilla, entré de la mano de mi padre a la gran habitación. Todo estaba en penumbra y olía a petróleo, a madera, a musgo joven. Es así como desde entonces huele para mí la Navidad.
De pronto se hizo el sortilegio: las luces se encendieron al fondo, como una feria de juegos mecánicos, y apareció ante mis ojos el nacimiento más hermoso que he contemplado jamás. Había cerros escarchados, llanuras ventosas, quebradas sollozantes, cañadas rocallosas y lagunas intocadas por la minería. La Virgen era nativa, con su ropa de las cotunchas de Huichucruz, y San José vestía como un bailador de Huaylarsh, y el bebé tenía su chullo y sus hojotas. Los reyes magos parecían bailarines de luces y los pastores arriaban llamas y guanacos. Una fauna abrumadora de animales de la zona se diseminaba por la imposible geografía labrada con las manos del hombre más conocedor y dadivoso de Huancayo.
Así conocí a Luis Cárdenas Raschio. Era un gordito bonachón, con bigotes de mexicano y hablar pausado, pero era también un excelente anfitrión que nos iba mostrando cada uno de los detalles del nacimiento. Mientras nos explicaba cómo a San Francisco de Asís se le había ocurrido escenificar el nacimiento de Jesús con esculturas, nos hablaba también del tipo de vestimenta de las imágenes, y diferenciaba con gran soltura las plantas y vegetales con los que había armado su impresionante nacimiento.
Luego nos convidó “orines del niño”, con ese nombre, y fue la chicha de jora más dulce que probé en mi vida. Nos llevó también a sus otras habitaciones también olorosas a petróleo y madera, y detrás de cada puerta aparecía una nueva pieza con trajes típicos, con máscaras, con escaparates llenos de artilugios (una máquina de coser en miniatura, panoplias enanas, monitos que tocaban el platillo y daban un volatín) y nacimientos minúsculos de la más variada gama (indios, mozárabes, españoles, japoneses). Rodé feliz entre máscaras aterradoras y bordados colgados en las galerías, y me perdí bajo los trajes típicos de unos maniquíes sonrientes. Vi colecciones de estampillas, de chapitas, de máquinas fotográficas, de carteles, de postales. Y me sorprendí con una hermosa y extraña colección de “muchkas” (la piedra de cabeza con que molemos los productos en un batán).
Cuando salimos, mi padre me dijo: “Hay que quererlo mucho. Es un hombre que vale oro”. Me contó que viajaba a todos los rincones de los Andes (incluso a Bolivia) para fotografiar danzas, recoger costumbres y comprar ropajes legítimos, porque él aborrecía la alienación, las tradiciones ortopédicas que amenazaban con invadirnos. “Vamos a verlo en la televisión, porque tiene su programa donde entrevista cantantes vernaculares y donde, a veces, él mismo canta con su hermano Óscar”, me dijo mi padre.
Después de esa inolvidable velada, vi mucho a Luis Cárdenas Raschio a lo largo de mi vida. Era tan magnánimo que nunca se negó a recibirme cuando llevaba a mis amigos rapaces del colegio con el fin de impresionarlos, y no se cansaba de darnos cátedra, de defender lo nuestro. Cuando iba lo encontraba en su tienda de artesanías, que era como un sótano, y en ocasiones lo pillaba pintando siluetas rojas de bailarines en sus tarjetas blancas. Y es que también era pintor.
Varias veces me crucé con él en el mercado, cuando yo (“rabo”, me decía mi madre) iba detrás de mis tías, y él siempre mostraba una sonrisa cortés y, por ejemplo, me explicaba la diferencia sustancial entre canasta, banasta y valay, y por qué se llamaban así y de qué material estaban hechos, y dónde los tejían y con qué técnicas, y entonces le afloraba una de sus muchas anécdotas sobre el tema, sobre ese o cualquier otro, porque era el hombre que todo lo sabía.
Dejé de verlo cuando partí a seguir mis estudios universitarios, pero, al retornar (sobre todo cuando entré a trabajar a la página cultural de un diario) volví a buscarlo. Le había afectado la diabetes y estaba delgado. Entonces seguí nutriéndome con su fascinante verbo y su hercúlea memoria. Me encantaba una anécdota en particular: su amistad con la última “cotuncha” (la postrera representante de la etnia sureña de las mujeres elegantes que usaban el cotón y la faja de colores). Siempre que lo contaba, sus ojos se entornaban, enamorados de ese recuerdo, y sus manos venosas se aferraban a la fotografía donde aparecía una ancianita vestida de negro con una canasta plana (un valay) donde ofrecía plátanos de la isla. Don Lucho se preciaba de haber sido su amigo.
Sustentó mi trabajo al frente de una comisión de cultura: recuerdo que lo busqué para que fuera jurado en un concurso de huaylarsh y hasta ahora sonrío con el pánico que desató entre los concursantes, porque don Lucho no estaba quieto en su silla, como los otros jurados, sino en los camerinos constatando la originalidad de las bayetas y los fustanes.
De mi último viaje a Italia, le traje un curioso nacimiento del tamaño de un anillo forjado en hierro de Ferrara, que le encantó. Estaba todavía vital, siempre atento a sus lecturas, y me contó algunas peripecias que había vivido al lado de José María Arguedas, puesto que era el año de su centenario. “¿Usted ha visto esta foto?”, me preguntó, desplegando una central de un suplemento de tirada nacional, donde aparecía la fotografía en la que Arguedas y un grupo de personas sostienen un mate burilado en la Plaza de la Constitución. “Claro”, le respondí. “Esa foto la tomé yo”, me reveló. “Eran dos. En la segunda aparezco yo, pero se extraviaron, y no sé cómo aparecieron en Lima”. Le pregunté por qué no reclamaba su crédito y él sólo sonrió: “La cultura es de todos”.
Me contó que estaba tomando leche de alpiste y me dio la receta para que la tomaran también mi madre y mis tías, grandes amigas suyas. Lo busqué todavía varias veces más, incluso después de su operación, y seguimos conversando sobre Huancayo antiguo y su postiza fundación española. Me dejó replicar con mi cámara sus fotografías. Hablamos de la matanza que Manuel Odría desató una noche negra en Huancayo y que él cubrió con su cámara maestra, porque, encima de todo, también había sido periodista, reportero gráfico y el más grande fotograbador que tuvo Huancayo.
Ahora que se ha ido, lo sé, Luis Cárdenas Raschio ha sido nuestro José María Arguedas y, como él, merece un homenaje gigantesco, multitudinario y genuino como sus nacimientos.
Propongo instituir una fundación cultural que lleve su nombre y administre todo lo que atesoró en vida, que guarde sus trajes típicos, sus sombreros, sus máscaras, sus fotografías, sus “muchas”, pero sobre todo su corazón abierto que nunca se cerró para nadie.

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