domingo, 28 de abril de 2013

El idioma baila conmigo


Sandro Bossio Suárez

Escena Don Quixote” de Miguel de Cervantes por Gustave Doré, 1863.
El catalán Amado de Miguel se ha convertido en un verdadero colector del idioma Español. Todas las semanas recoge y actualiza cientos de las veleidades de nuestra lengua —porque veleidosa lo es—, acuñando nuevas, curiosas y hasta misteriosas palabras.
Nos cuenta, por ejemplo, que la palabra “oía” está compuesta, al mismo tiempo, de tres sílabas y tres letras, mientras que en la palabra “centrifugados” ninguna letra se repite. Las palabras “ecuatorianos” y “aeronáuticos” poseen exactamente las mismas letras pero en orden distinto.
Amado de Miguel se asombra de que, en Español, dos negaciones no produzcan una derivación positiva, como, lógicamente, debería ocurrir. Así, “no quiero nada”, aunque gramaticalmente signifique “sí quiero algo”, siempre significará “no quiero algo”.
En fin, nosotros también nos extrañamos que nuestro caprichoso idioma no apruebe el uso de “más mejor”, pero sí de “menos peor”.
En ese mismo camino, nos han prohibido usar el presente del subjuntivo del verbo “haber”, es decir “haiga” (que era legal y aceptado hasta el siglo XVIII), pero, extrañamente, ha quedado con nosotros con absoluta impunidad otro verbo con exacta equivalencia: “caiga” (presente del subjuntivo de “caer”).
Otro caso exótico de nuestra lengua: el vocablo “reconocer” se puede leer lo mismo de izquierda a derecha que de derecha izquierda, es decir se trata de un palíndromo. A propósito, los palíndromos son palabras que, leídas de izquierda a derecha o inversamente, tienen el mismo significado. Pruebas al canto: “reconocer”, “radar”, “somos”, “anilina”. Pero mejor la hermosa frase que mi tía Bertha me hacía repetir a menudo cuando apenas era un rapazuelo: «Daba la zorra arroz al abad».
Pero también tenemos los bifrontes, vocablos que, leídos normalmente tienen significado diferente que cuando los leemos al revés: “Eva” y “ave”. Aunque más divertida resulta la siguiente frase bifrontal: “La tele ves” y “se ve letal”.
Por otro lado, en casi todos los idiomas enseñan que los números, después del “diez”, son sólo combinaciones. Eso quiere decir que, en nuestro idioma, después del 10 debería venir el “dieciuno” (todos los niños que están aprendiendo a contar, además, lo usan así porque es lo más natural), pero no, viene el “once”. Recién —y parcialmente— a partir del dieciséis se usan las combinaciones verdaderas. Extraño el siguiente caso: en algunas lenguas romance, el “treintaidós” es “dos quince dos”. En fin, contentémonos porque, al menos, no tenemos que aprender los cien primeros números con diferentes nombres como ocurre en el Hindi.
¿Se debe decir jarro o jarra? Ambos, pero cada uno en situaciones diferentes, porque no significan lo mismo. La regla norma que, en los seres inanimados, el género femenino siempre denota mayor tamaño. En ese sentido, bolsa debe ser más grande que bolso, la canasta más que el canasto, la charca más que charco. Sin embargo, la barca es más pequeña que el barco y la cuchilla más pequeña que el cuchillo. ¿Por qué le pasa siempre eso a nuestro idioma?
Ahora bien, aunque tiene casi un millón de términos aceptados por nuestros mandantes lingüísticos, también le faltan algunas palabras: por ejemplo, ¿cómo llamaríamos al espacio vacío que abrimos entre paso y paso? En Euskera se llama “oinkada”. ¿Y cómo llamamos, exactamente, a la persona que nos interrumpe cuando estamos comiendo? Los gaélicos la llaman: “sgiomlaireachd”.

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