Sandro Bossio Suárez
Escena “Don Quixote” de Miguel de Cervantes por Gustave Doré, 1863. |
El catalán Amado de Miguel se ha convertido en
un verdadero colector del idioma Español. Todas las semanas recoge y actualiza
cientos de las veleidades de nuestra lengua —porque veleidosa lo es—, acuñando
nuevas, curiosas y hasta misteriosas palabras.
Nos cuenta, por ejemplo, que la
palabra “oía” está compuesta, al mismo tiempo, de tres sílabas y tres
letras, mientras que en la palabra “centrifugados” ninguna letra se repite. Las
palabras “ecuatorianos” y “aeronáuticos” poseen exactamente las
mismas letras pero en orden distinto.
Amado de Miguel se asombra de que, en Español,
dos negaciones no produzcan una derivación positiva, como, lógicamente, debería
ocurrir. Así, “no quiero nada”, aunque gramaticalmente signifique “sí quiero
algo”, siempre significará “no quiero algo”.
En fin, nosotros también nos extrañamos que
nuestro caprichoso idioma no apruebe el uso de “más mejor”, pero sí de “menos
peor”.
En ese mismo camino, nos han prohibido usar el
presente del subjuntivo del verbo “haber”, es decir “haiga” (que era legal y
aceptado hasta el siglo XVIII), pero, extrañamente, ha quedado con nosotros con
absoluta impunidad otro verbo con exacta equivalencia: “caiga” (presente del
subjuntivo de “caer”).
Otro caso exótico de nuestra lengua: el
vocablo “reconocer” se puede leer lo mismo de izquierda a derecha que
de derecha izquierda, es decir se trata de un palíndromo. A propósito, los
palíndromos son palabras que, leídas de izquierda a derecha o inversamente,
tienen el mismo significado. Pruebas al canto: “reconocer”, “radar”,
“somos”, “anilina”. Pero mejor la hermosa frase que mi tía Bertha me hacía
repetir a menudo cuando apenas era un rapazuelo: «Daba la zorra arroz al abad».
Pero también tenemos los bifrontes,
vocablos que, leídos normalmente tienen significado diferente que cuando los
leemos al revés: “Eva” y “ave”. Aunque más divertida resulta la siguiente frase
bifrontal: “La tele ves” y “se ve letal”.
Por otro lado, en casi todos los idiomas
enseñan que los números, después del “diez”, son sólo combinaciones. Eso quiere
decir que, en nuestro idioma, después del 10 debería venir el “dieciuno” (todos
los niños que están aprendiendo a contar, además, lo usan así porque es lo más
natural), pero no, viene el “once”. Recién —y parcialmente— a partir del
dieciséis se usan las combinaciones verdaderas. Extraño el siguiente caso: en
algunas lenguas romance, el “treintaidós” es “dos quince dos”. En fin,
contentémonos porque, al menos, no tenemos que aprender los cien primeros
números con diferentes nombres como ocurre en el Hindi.
¿Se debe decir jarro o jarra? Ambos, pero cada
uno en situaciones diferentes, porque no significan lo mismo. La regla norma
que, en los seres inanimados, el género femenino siempre denota mayor tamaño.
En ese sentido, bolsa debe ser más grande que bolso, la canasta más que el
canasto, la charca más que charco. Sin embargo, la barca es más pequeña que el
barco y la cuchilla más pequeña que el cuchillo. ¿Por qué le pasa siempre eso a
nuestro idioma?
Ahora bien, aunque tiene casi un millón de
términos aceptados por nuestros mandantes lingüísticos, también le faltan
algunas palabras: por ejemplo, ¿cómo llamaríamos al espacio vacío que abrimos
entre paso y paso? En Euskera se llama “oinkada”. ¿Y cómo llamamos,
exactamente, a la persona que nos interrumpe cuando estamos comiendo? Los
gaélicos la llaman: “sgiomlaireachd”.
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