Augusto Effio Ordoñez
Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Edición de 1780. |
Mi abuela,
como muchas abuelas, viene del campo. En los amagos de ciudades que le ha
tocado vivir, siempre ha encontrado formas de recuperar trozos de su vida
anterior: criar animales en pasadizos y azoteas, improvisar fogones de
utilería, torturar hierbas sobre dos piedras; y, sobre todo, nombrar el mundo
que nos agobia con las palabras que escuchó en su niñez.
Colocar un
género cualquiera de cosas sin orden ni cuidado para salir del paso es, para mi
abuela, un acto punible que se resume en una sola palabra: “trojar”. Los desórdenes en alacenas,
roperos, escritorios, carteras y contenedores de chucherías en general, han
merecido siempre su dedo acusador y una sentencia que todos hemos aprendido a
temer: «Así que te gusta trojar las
cosas, pues ahora vuelves a ordenarlas como Dios manda».
“Trojar”, lo descubrí
muchos años después, viene de “troje”,
que son —o eran, no lo sé— las divisiones de las despensas improvisadas en las
chacras para guarecer la cosecha. Cuando le comenté a mi mamá grande, el
hallazgo en el diccionario en línea de la RAE, me miró y encogió los hombros,
como quien “troja”, en algún rincón
de la cabeza, la información que se tiene grabada cerca del corazón, ahí donde
se alojan tantas otras palabras como “cacharpa”,
“pizpireta”, “turulato”, “veleta”, o “andariego”.
Jamás me
dejé convencer por el carácter en apariencia arisco e intransigente de mi
abuela, porque en sus regaños brotan estas palabras impredecibles y juguetonas.
En su forma de hablar he encontrado las justificaciones necesarias para ser
gregario.
En la
niñez entendí, por ejemplo, que el mundo que separaba a mis familiares de la
capital y los de mi provincia se resumía en la manera que cada quien tenía de
describir el acto de prodigar dolor, mediante el vuelo de la palma abierta de
una mano, en la mejilla de un cristiano. Ellos, los costeños, decían: “bofetada”; nosotros, los serranos: “sopapo”. El agravante lo introdujo mi
abuela, ya que la amenaza recurrente hacia mis primos y primas poco dados a la
obediencia o el recato siempre fue: «¡O
te portas bien, o te zampo un sopapo!»
En
ocasiones, sin embargo, he puesto en duda la real existencia de algunas de sus
expresiones, las menos confiables al oído, las más divertidas. Digamos, para
poder entendernos, que usted no reúne las ganas necesarias para lavar los
platos, las tazas, vasos, cubiertos y demás utensilios (los “trastes”, para resumir); así que decide
tomar el camino más corto: le da a toda esa mugre un ligero remojón en agua,
espolvorea algo de lavavajilla, remueve esa sopa turbia que se forma en el
lavabo con el cucharón más grande que encuentra y, acto seguido, deja que la
fuerza del agua que cae por el caño termine el trabajo. Si alguna vez ha
cometido tal estropicio recibiría de mi abuela una inquisición de este tipo: «¿Quién te enseñó a ti a hacer las cosas
zasbarabás?»
“Zasbarabás”, onomatopeya de la
desidia, gruñido del desgano, aullido acusador de todas las apatías que
explican por qué algo que suponemos debe funcionar no funciona, o que debe
estar listo no lo está, y toda la serie de minúsculas calamidades que pueden
parir manos enclenques y espíritus tibios.
Temo que
mis indagaciones en el diccionario en línea de la RAE no son suficientes para
desentrañar su origen. Encuentro “Zas”
(usado para imitar el sonido que hace un golpe, o el golpe mismo). “Barabás”, no. Quizá fue Barrabás, el
personaje bíblico. Juan, en sus evangelios, indica que fue un “bandolero” (otra palabra que pertenece
al disco duro de mi abuela). Tal vez en un principio fue tan solo “Zas” (cumplir una tarea de golpe, sin
cuidado) y luego surgió la necesidad de rimar. El “Zas” sumado al “Barrabás”,
que, como muchas ocurrencias del idioma, en el camino pierden una letra: «¡Zasbarabás!»
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