miércoles, 25 de julio de 2012

Yeats, el arte del ensueño y lo ilimitado


Diana Casas




Premio Nobel de Literatura en 1923, el poeta, ensayista y dramaturgo irlandés William Butler Yeats (1865-1948)  es una de las figuras máximas de la literatura de habla inglesa, cuya obra, de dimensión universal, nos toca de cerca.
Encandilado habitante de la verde esmeralda isla de los ensueños célticos, el rico pasado celta habrá de encender la imaginación del joven Yeats desde temprana edad y, a los veinte años, iniciará una carrera literaria que lo ubica  entre los más grandes rescatistas del mundo enigmático y apasionante de las tradiciones orales antiguas.
Espíritus espectrales, “leprecauns”, “banshees”, hadas, duendes y hechiceros llenarán su mente de exaltadas fantasías y, con romántico nacionalismo, dedicará su esfuerzo a compilar los mitos y leyendas populares de su tierra, luchando por  salvar la  Irlanda inmortal, poética e inquietante que reflejan.
Para Yeats, lo eterno, lo perdurable, es el mundo misterioso de la imaginación, que concibe como el único capaz de llegar directamente a la verdad, por medios de los que no dispone la razón.
Hoy, la ciencia habla de dos hemisferios cerebrales con funciones diferentes. Uno, que es el reino de la razón, y otro, donde domina la intuición y la imaginación. Este segundo, contradiciendo siglos de despótico racionalismo materialista, sería el único que provee a la persona de una visión holística del mundo, una visión totalizadora e inmediata, que permitiría captar instantáneamente y sin intermediaciones racionales dilatorias, ligadas a la búsqueda de la realidad sensible, la verdad última en su esencia.
Verdad que se presenta clara y distinta en la cosmovisión de los pueblos que Yeats llamó “razas espirituales indestructibles”, forjadoras de las grandes culturas y civilizaciones antiguas que, como la irlandesa y la andina, han conservado a través de la oralidad,  no sólo la memoria de un pueblo, sino una particular ligazón con la naturaleza, concebida como madre, fuente generatriz y emanación de lo divino.
¿Qué es —a fin de cuentas— el Ser, la entidad primera, energía pura y única, mente suprema? Acaso, como diría Taliesin: “¿Sabes tú quién eres cuando duermes, un cuerpo, un alma, o bien un refugio de percepciones?”. Los antiguos parecían saberlo. Sumergidos en la fluidez de su imaginación desbordada iban a desembocar por un mismo cauce en el gran océano de la vida, como un gran pez cósmico con miríadas de doradas y refulgentes burbujas saliendo de sus sabias fauces, hambrientas de aspirar hasta el último hálito de conocimiento.
Porque la vida no es solo la prosaica realidad de lo sensible, es también la inmaterialidad de los recuerdos y de los sueños, de la memoria primordial  oculta en las profundidades de la mente, impresa en los repliegues de la gran madre naturaleza, latiente en el alma popular.
La lánguida Erin de verdes prados brumosos, país de los hiperbóreos, tiene la misma magia salvaje de  las fabulosas tierras del puma de oro con ojos de esmeraldas. Leer una antología de Yeats  es como revivir nuestras viejas historias de aparecidos y “muquis”. Sus espectros son como nuestras entidades del “Ukupacha”, deambulando entre este mundo y el otro. Sus “leprecauns” tienen el mismo espíritu burlón y alegre optimismo de las pequeñas criaturas traviesas de nuestras minas y hasta llenan ollas de onzas de oro como el amable ser que espera al final de nuestras multicolores “tulumanyas”. En los Andes como en Irlanda los dioses de la tierra son tan buenos con los hombres como buenos sean éstos, son malos con los malos, conviven con la gente sencilla del pueblo y no atemorizan, porque están llenos de encanto y  travesura. “Todo arte es ensueño”, dice Yeats, y si este arte además “se recrea en las cosas ilimitadas e inmortales” de la tradición folclórica, entonces se convierte en imperecedero.

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