Diana Casas
Premio Nobel de Literatura en 1923, el
poeta, ensayista y dramaturgo irlandés William Butler Yeats (1865-1948) es una de las figuras máximas de la
literatura de habla inglesa, cuya obra, de dimensión universal, nos toca de
cerca.
Encandilado habitante de la verde
esmeralda isla de los ensueños célticos, el rico pasado celta habrá de encender
la imaginación del joven Yeats desde temprana edad y, a los veinte años,
iniciará una carrera literaria que lo ubica
entre los más grandes rescatistas del mundo enigmático y apasionante de
las tradiciones orales antiguas.
Espíritus espectrales, “leprecauns”,
“banshees”, hadas, duendes y hechiceros llenarán su mente de exaltadas
fantasías y, con romántico nacionalismo, dedicará su esfuerzo a compilar los
mitos y leyendas populares de su tierra, luchando por salvar la
Irlanda inmortal, poética e inquietante que reflejan.
Para Yeats, lo eterno, lo perdurable,
es el mundo misterioso de la imaginación, que concibe como el único capaz de
llegar directamente a la verdad, por medios de los que no dispone la razón.
Hoy, la ciencia habla de dos
hemisferios cerebrales con funciones diferentes. Uno, que es el reino de la
razón, y otro, donde domina la intuición y la imaginación. Este segundo,
contradiciendo siglos de despótico racionalismo materialista, sería el único
que provee a la persona de una visión holística del mundo, una visión
totalizadora e inmediata, que permitiría captar instantáneamente y sin intermediaciones
racionales dilatorias, ligadas a la búsqueda de la realidad sensible, la verdad
última en su esencia.
Verdad que se presenta clara y
distinta en la cosmovisión de los pueblos que Yeats llamó “razas espirituales
indestructibles”, forjadoras de las grandes culturas y civilizaciones antiguas
que, como la irlandesa y la andina, han conservado a través de la
oralidad, no sólo la memoria de un
pueblo, sino una particular ligazón con la naturaleza, concebida como madre,
fuente generatriz y emanación de lo divino.
¿Qué es —a fin de cuentas— el Ser, la
entidad primera, energía pura y única, mente suprema? Acaso, como diría
Taliesin: “¿Sabes tú quién eres cuando duermes, un cuerpo, un alma, o bien un
refugio de percepciones?”. Los antiguos parecían saberlo. Sumergidos en la
fluidez de su imaginación desbordada iban a desembocar por un mismo cauce en el
gran océano de la vida, como un gran pez cósmico con miríadas de doradas y
refulgentes burbujas saliendo de sus sabias fauces, hambrientas de aspirar hasta
el último hálito de conocimiento.
Porque la vida no es solo la prosaica
realidad de lo sensible, es también la inmaterialidad de los recuerdos y de los
sueños, de la memoria primordial oculta
en las profundidades de la mente, impresa en los repliegues de la gran madre
naturaleza, latiente en el alma popular.
La lánguida Erin de verdes prados brumosos, país de los
hiperbóreos, tiene la misma magia salvaje de
las fabulosas tierras del puma de oro con ojos de esmeraldas. Leer una
antología de Yeats es como revivir
nuestras viejas historias de aparecidos y “muquis”. Sus espectros son
como nuestras entidades del “Ukupacha”, deambulando entre este mundo y
el otro. Sus “leprecauns” tienen el mismo espíritu burlón y alegre
optimismo de las pequeñas criaturas traviesas de nuestras minas y hasta llenan
ollas de onzas de oro como el amable ser que espera al final de nuestras
multicolores “tulumanyas”. En los Andes como en Irlanda los dioses de la
tierra son tan buenos con los hombres como buenos sean éstos, son malos con los
malos, conviven con la gente sencilla del pueblo y no atemorizan, porque están
llenos de encanto y travesura. “Todo
arte es ensueño”, dice Yeats, y si este arte además “se recrea en las cosas
ilimitadas e inmortales” de la tradición folclórica, entonces se convierte en
imperecedero.
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