Juan Carlos
Suárez Revollar
Nacido un 17 de enero, Antón Chéjov (Rusia, 1860-1905)
estableció una forma de narrar que iba a marcar al cuento del siglo XX.
Aunque ya se le conocía tímidamente en Europa
occidental, fue a partir de la publicación de una selección y traducción de su
obra al inglés —por Constance Garnett, entre 1916 y 1922— que Antón Chéjov
cobró notoriedad y, más tarde, su prestigio creció hasta el del cuentista
clásico de la actualidad.
Para Rubén
Salazar Mallén no fue su narrativa breve la que dio «renombre y éxito a Chéjov
en vida, sino las obras de teatro. Tanto es así que el Teatro del Arte de Moscú
fue construido especialmente para que en él se le representara».
Igual que el
francés Guy de Maupassant, Chéjov escribía relatos breves destinados a ser
publicados en diarios. Lo hacía con una rapidez sorprendente, que podía superar
los dos por semana. William Somerset Maugham relata que inicialmente —lidiando
con sus estudios para obtener el diploma de Medicina— hacía relatos
humorísticos para el diario “Fragmentos”, y poco después, otros más “serios” y
extensos para la «Gaceta de Petersburgo». Así, «entre 1880 y 1885, Chéjov
escribió más de trescientos cuentos».
Autor de
magníficos relatos como «La dama del perrito», «Vanka» o «La tristeza», y de
piezas teatrales como «La gaviota», «El jardín de los cerezos» o «Las tres
hermanas», la muerte y la desolación son una presencia constante en muchas de
sus historias. La concisión era una de sus preocupaciones centrales, pues
estaba convencido de que todos los elementos del cuento deben cumplir una
función, y lo demás debía desecharse sin miramientos.
Salazar Mallén
agrega que «en el proceso de la creación, Chéjov insertaba elementos en
apariencia insignificantes, aunque en realidad henchidos de importancia, que
dan su justa dimensión y profundidad al relato». Efectivamente, sus cuentos
construyen una atmósfera que, al final del relato —y sin las trampas o trucos
propios de los finales sorpresivos—, dejan patente un efecto muy sólido. Por
eso, además de ser memorables, permiten múltiples lecturas. Pero hay algo más:
no le interesaba abordar grandes aventuras como tema, sino más bien lo
cotidiano, lo usual, lo ordinario. «La gente va a la oficina, se pelea con su
esposa y come sopa de repollo», explicaba.
Su influencia
en la nueva narrativa es mayor de lo que cabe pensar. Cuentistas de la talla de
Katherine Mansfield o Eudora Welty lo tenían como modelo, y se halla a menudo
en los cuentos de Ernest Hemingway o Raymond Carver una línea estilística —y
aún temática— afín a la de Chéjov. Aunque en América Latina da la impresión de
que predominan los cuentos de final sorpresivo a la usanza de O. Henry, muchos
de los más bellos relatos de esta parte del mundo deben a Chéjov su forma
simple y pulcra de retratar lo cotidiano.
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