domingo, 27 de enero de 2013

Baquerizo y el poder de la lengua


Sandro Bossio Suárez

Manuel Baquerizo Baldeón fue un gran crítico de arte y de literatura. Pero era también un extraordinario lingüista y fue miembro de la Academia Peruana de la Lengua. Aquí un episodio de su presencia como académico del español.

Manuel Baquerizo el día de su integración a la Academia Peruana de la Lengua. Archivo Sonia Baquerizo Rojas.
Una vez, por bocazas, me metí en un embrollo del que no hubiera podido salir sin el socorro de Manuel Baquerizo. Una noticia remeció el país un día: un grupo de terroristas encapuchados secuestró la residencia diplomática del Japón, tomando cautivas a más de treinta personas, entre las que se contaban magistrados, empresarios y congresistas. En la abridora del diario para el que yo trabajaba (cuyo director era Richard Molinares, un joven limeño de escaso cabello, pero buena muñeca periodística) se afirmaba que unos terroristas habían tomado “de” rehenes a treinta personas, y yo (metiche y arrogante) le sugerí que cambiara la preposición material “de” por la partícula gramatical “en”, puesto que los cánones lingüísticos así lo exigían (en realidad se lo había escuchado decir a Martha Hildebrandt y no me había dado el trabajo de ahondar en el tema).
Richard me hizo caso, sin saber que estimulaba el fuego de una trapatiesta magnífica, y al día siguiente el diario, con enormes letras coloradas, informaba que unos «terroristas habían tomado 'en rehén' a treinta personas en la residencia del embajador japonés». Desde muy temprano empezaron a llegar las llamadas telefónicas, algunas mordaces y otras furibundas, pero todas enfiladas contra el titular: «No sean, pues, ignorantes, nos dijo el dueño del periódico, enojadísimo, tirando un ejemplar sobre la mesa de redacción. ¿Desde cuándo se toma 'en rehenes' a la gente?».
Hasta media mañana me tocó a mí torear los insultos y las imprecaciones, pero a esa hora llegó Richard y, con cara de yo no fui, le endosé el problema para que lo enfrentara en su condición de conductor del medio. Nadie tuvo compasión con él, le dio el beneficio de la duda, o siquiera le palmeó la espalda, así es que a las tres de la tarde se plantó delante de mí para espetarme: «Tú me metiste en esto y ahora me sacas». Pasaba que ni él ni yo teníamos argumentos sólidos para defender nuestra posición lingüística y, huérfanos e indoctos, estábamos a merced de la maledicencia de la sociedad que nada perdona. Con su sonrisa marcial, con su saco a cuadros y su gorrita de golf, recordé entonces la sabiduría de Manuel Baquerizo.
Busqué su número de teléfono en la guía de abonados y me contestó una voz femenina, informándome que el maestro no estaba en Huancayo, que había viajado a Lima. El cielo se desplomó sobre mí.
Cuentan mis compañeros de trabajo que me veía desesperado, que recorría la estancia a pasos agigantados, que tenía la marca de la muerte en la cara. Debía ser cierto porque me sentía perdido, sin un pérfido libro donde hacer la consulta, con todas las salidas tapiadas. Una extraña fuerza me condujo a pensar sobre frío: Baquerizo me contaba que siempre que iba a Lima pasaba gran parte de la tarde en la librería El Virrey. Pregunté por el número telefónico de la librería y llamé. Me respondió una recepcionista.
—Buenas tardes, disculpe, llamo de Huancayo —empecé.
—Sí, ¿en qué puedo ayudarlo? ¿Desea un catálogo?
—No, muchas gracias —dije—. En realidad llamo porque quisiera saber si el doctor Manuel Baquerizo está en la librería.
—Manuel Baquerizo —repitió la recepcionista—. No, aquí no trabaja.
—Ya sé que no trabaja con ustedes —repliqué—. Es un cliente y siempre se pasa horas en la librería.
—No, pues, no conocemos a nadie con ese nombre.
—Entonces hágame un favor, señorita —imploré—. Mire si en las mesas hay un señor con saco a cuadros y una gorrita de cuero.
La respuesta de la recepcionista, casi inmediata, me restituyó una brizna de esperanza: «Sí, allá al fondo hay un señor con esas características». Le pedí que por favor me comunicara con él, y ella, raro modelo entre las de su especie, accedió, imagino, levantándose de hombros. Segundos más tarde la voz de Manuel Baquerizo, enérgica y francota, sonaba en el auricular.
—Aló, ¿con quién hablo?
—Soy Bossio, doctor, buenas tardes.
—Ah, don Sandro, qué sorpresa.
—Sí, disculpe que lo importune, pero se trata de un asunto de vida o muerte.
En seguida le puse al corriente de lo ocurrido y, al final, con una súplica, le solicité asistencia. «No se preocupe, don Sandro, me dijo. Estamos en el lugar ideal. Déjeme revisar unos libros y lo llamo en una hora». Manuel Baquerizo era un hombre cumplidor, escrupuloso con los tiempos, y ese día lo constaté: una hora después sonó el teléfono y ahí estaba de nuevo su voz intensa: «Sí, don Sandro, tiene usted toda la razón. El Diccionario de Seco y el manual de Lázaro Carreter están de acuerdo con su planteamiento. Lo que pasa es que 'rehén' es sinónimo de 'prenda' y hay que trabajar con todas sus preposiciones. O sea, decir 'quedaron en rehén' equivale a decir 'quedaron en prenda'. Esa es la razón».
Le alcancé a Richard los esclarecimientos correspondientes y al día siguiente sacamos una nota aclaratoria con las explicaciones de Baquerizo. Nadie ya dijo esta boca es mía.

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