Sandro
Bossio Suárez
Manuel Baquerizo Baldeón fue un gran crítico de arte y de
literatura. Pero era también un extraordinario lingüista y fue miembro de la
Academia Peruana de la Lengua. Aquí un episodio de su presencia como académico
del español.
Manuel Baquerizo el día de su integración a la Academia Peruana de la Lengua. Archivo Sonia Baquerizo Rojas. |
Una
vez, por bocazas, me metí en un embrollo del que no hubiera podido salir sin el
socorro de Manuel Baquerizo. Una noticia remeció el país un día: un grupo de
terroristas encapuchados secuestró la residencia diplomática del Japón, tomando
cautivas a más de treinta personas, entre las que se contaban magistrados,
empresarios y congresistas. En la abridora del diario para el que yo trabajaba (cuyo
director era Richard Molinares, un joven limeño de escaso cabello, pero buena
muñeca periodística) se afirmaba que unos terroristas habían tomado “de”
rehenes a treinta personas, y yo (metiche y arrogante) le sugerí que cambiara
la preposición material “de” por la partícula gramatical “en”, puesto que los
cánones lingüísticos así lo exigían (en realidad se lo había escuchado decir a
Martha Hildebrandt y no me había dado el trabajo de ahondar en el tema).
Richard
me hizo caso, sin saber que estimulaba el fuego de una trapatiesta magnífica, y
al día siguiente el diario, con enormes letras coloradas, informaba que unos «terroristas
habían tomado 'en rehén' a treinta personas en la residencia del embajador
japonés». Desde muy temprano empezaron a llegar las llamadas telefónicas,
algunas mordaces y otras furibundas, pero todas enfiladas contra el titular: «No
sean, pues, ignorantes, nos dijo el dueño del periódico, enojadísimo, tirando
un ejemplar sobre la mesa de redacción. ¿Desde cuándo se toma 'en rehenes' a la
gente?».
Hasta
media mañana me tocó a mí torear los insultos y las imprecaciones, pero a esa
hora llegó Richard y, con cara de yo no fui, le endosé el problema para que lo
enfrentara en su condición de conductor del medio. Nadie tuvo compasión con él,
le dio el beneficio de la duda, o siquiera le palmeó la espalda, así es que a
las tres de la tarde se plantó delante de mí para espetarme: «Tú me metiste en
esto y ahora me sacas». Pasaba que ni él ni yo teníamos argumentos sólidos para
defender nuestra posición lingüística y, huérfanos e indoctos, estábamos a
merced de la maledicencia de la sociedad que nada perdona. Con su sonrisa
marcial, con su saco a cuadros y su gorrita de golf, recordé entonces la
sabiduría de Manuel Baquerizo.
Busqué
su número de teléfono en la guía de abonados y me contestó una voz femenina,
informándome que el maestro no estaba en Huancayo, que había viajado a Lima. El
cielo se desplomó sobre mí.
Cuentan
mis compañeros de trabajo que me veía desesperado, que recorría la estancia a
pasos agigantados, que tenía la marca de la muerte en la cara. Debía ser cierto
porque me sentía perdido, sin un pérfido libro donde hacer la consulta, con
todas las salidas tapiadas. Una extraña fuerza me condujo a pensar sobre frío:
Baquerizo me contaba que siempre que iba a Lima pasaba gran parte de la tarde
en la librería El Virrey. Pregunté por el número telefónico de la librería y
llamé. Me respondió una recepcionista.
—Buenas
tardes, disculpe, llamo de Huancayo —empecé.
—Sí,
¿en qué puedo ayudarlo? ¿Desea un catálogo?
—No,
muchas gracias —dije—. En realidad llamo porque quisiera saber si el doctor
Manuel Baquerizo está en la librería.
—Manuel
Baquerizo —repitió la recepcionista—. No, aquí no trabaja.
—Ya
sé que no trabaja con ustedes —repliqué—. Es un cliente y siempre se pasa horas
en la librería.
—No,
pues, no conocemos a nadie con ese nombre.
—Entonces
hágame un favor, señorita —imploré—. Mire si en las mesas hay un señor con saco
a cuadros y una gorrita de cuero.
La
respuesta de la recepcionista, casi inmediata, me restituyó una brizna de
esperanza: «Sí, allá al fondo hay un señor con esas características». Le pedí
que por favor me comunicara con él, y ella, raro modelo entre las de su
especie, accedió, imagino, levantándose de hombros. Segundos más tarde la voz
de Manuel Baquerizo, enérgica y francota, sonaba en el auricular.
—Aló,
¿con quién hablo?
—Soy
Bossio, doctor, buenas tardes.
—Ah,
don Sandro, qué sorpresa.
—Sí,
disculpe que lo importune, pero se trata de un asunto de vida o muerte.
En
seguida le puse al corriente de lo ocurrido y, al final, con una súplica, le
solicité asistencia. «No se preocupe, don Sandro, me dijo. Estamos en el lugar
ideal. Déjeme revisar unos libros y lo llamo en una hora». Manuel Baquerizo era
un hombre cumplidor, escrupuloso con los tiempos, y ese día lo constaté: una
hora después sonó el teléfono y ahí estaba de nuevo su voz intensa: «Sí, don
Sandro, tiene usted toda la razón. El Diccionario de Seco y el manual de Lázaro
Carreter están de acuerdo con su planteamiento. Lo que pasa es que 'rehén' es
sinónimo de 'prenda' y hay que trabajar con todas sus preposiciones. O sea,
decir 'quedaron en rehén' equivale a decir 'quedaron en prenda'. Esa es la
razón».
Le
alcancé a Richard los esclarecimientos correspondientes y al día siguiente
sacamos una nota aclaratoria con las explicaciones de Baquerizo. Nadie ya dijo
esta boca es mía.
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