lunes, 3 de octubre de 2011

COLUMNA: DESDE EL ATELIER

Guillermo Guzmán Manzaneda: Recordando a un amigo

Josué Sánchez

En la primera cuadra del Jirón Amazonas hay una casa de balcones verdes. Hace veinte años la habitaba un espíritu solitario y único. Con su sombrero de alas anchas, su ropa gastada y su andar cansino, Guillermo Guzmán Manzaneda no se parecía al elegante dandy de terno azul a rayas y flor en la solapa que frecuentaba el Haití en Lima; pero su personalidad seguía siendo la misma.
Histriónico hasta en el modo de lucir los mostachos, irónico por naturaleza, casi siempre feliz, con una alegría y un gozo por vivir que trasladaba a sus lienzos; solía recibirnos con un café «cachalpo» al hilo en esa casa llena, colmada de ollas, ulpos, trompetas, bajos, girasoles secos, pinceles, espátulas, caballetes, apuntes, cruces, pinturas de Cristos, hilanderas y cutunchas.
Instalados en la cocina de paredes ahumadas sorbíamos lentamente el café, mientras Guillermo hablaba del último «cachivache» Sobre las paredes, contra las paredes, unos sobre otros, los objetos se acumulaban en esos ambientes de ensordecedora música. Beethoven, Liszt y Schubert eran sus preferidos. Los discos de vinilo de 33 revoluciones por minuto se ponían una y otra vez en el tocadiscos instalado en el inmenso porongo acústico de la sala de recibo. Instalados en la cocina de paredes ahumadas sorbíamos lentamente el café, mientras Guillermo hablaba del último “cachivache” que lo tenía encaprichado. De la verja de hierro, de la Cruz de Mayo, o de la piedra de molino encontrada en Sapallanga. ¿Cómo traerlo? ¿Cómo comprarlo? ”Para ser coleccionista hay que tener mucha plata”, se lamentaba.
Pero siempre conseguía lo que quería y en la siguiente visita nos moríamos de envidia cuando él sacándonos pica nos mostraba ufano su nueva adquisición.
Guillermo disfrutaba la vida. Lo hacía desde el día que naciera un primero de enero de 1912, aquí, en Huancayo; hijo de don Bernardo Guzmán y de doña Ricardina Manzaneda Montes de Oca. De niño ya jugaba con los colores y dibujaba en el suelo. Cuando tenía sólo siete años gustaba de ver a las pandillas de huaylarsh compitiendo en Yanama.
A los 13 años entra a trabajar en las minas. Lo que hará hasta 1934, alternando la permanencia en Cerro de Pasco con continuos viajes a Lima.
En 1932, a los 20 años de edad, ingresa a la Escuela Nacional de Bellas Artes para estudiar escultura. Poco después se ve obligado a regresar a las minas y abandona los estudios; pero los retoma en 1934, esta vez en la especialidad de pintura, con los maestros indigenistas José Sabogal y Julia Codesido.
Desde entonces asume la pintura con verdadera pasión. Pinta sobre tela, madera, papel; a la acuarela, al óleo o al pastel. Pinta Cristos, Dolorosas, conventos; mujeres con flores, hilanderas, bañistas; paisajes cerreños, molinos huancas; porongos, toritos; iglesias y cementerios.
«Así va pasando la vida», así va llegando la muerte. Una semana antes de su deceso, en compañía de Sergio Castillo y José María Salcedo bailamos felices en la fiesta patronal de Huancayo, la fiesta de la Santísima Trinidad.
Guillermo protege su sombrero del fuego de las bombardas diciendo: «Esta cabeza ya está vieja, no importa que se queme; pero mi sombrero nuevo me acompañará todavía». Sacude su melena cana y habla y habla. De sus exposiciones en la Eyes Gallery de Filadelfia, en la Galería Cayman de Manhattan en Nueva York; de sus múltiples muestras en Brasil, en Belo Horizonte y Minas Gerais.
Habla con amor, pinta con amor. Su corazón se cansa de tanto amor y el 15 de junio de 1986 deja de latir.
Algunos lo recordarán con su impecable traje azul, yo lo recuerdo sencillo y vital. Lo recuerdo hoy, porque setiembre es el mes de los recuerdos trascendentales. Fue un gran pintor que dio renombre a Huancayo. Muchos parecen haberlo olvidado.
Histriónico hasta en el modo de lucir los mostachos, irónico por naturaleza, casi siempre feliz, con una alegría y un gozo por vivir que trasladaba a sus lienzos.



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