lunes, 3 de octubre de 2011

Mi nombre es Jorge Luis Borges

Saulo Balvín

Mientras andaba por sendas de penumbra, me dije: Este es un sueño donde mi nombre era Jorge Luis Borges, y es disímil decir, en nombre de Zeus, que todos conozcan de mí. El último hombre con quien dialogué, no tenía ni el rumor de saber que su aliento que emanaba a sables Otomanos, estaban siendo conquistados por el cristianismo. A eso debe la cristiandad de disfrutar de un imperio. Para ese entonces, el oriente siempre confabuló a la religión como una escudería guerrera en nombre de Dios y occidente también se escudó de credos. Confieren su culpabilidad, ante la misericordia divina, que creen que justificará su obrar. Humanos…
La Argentina del sur de América no sería encontrada en Europa, yo que pisé Ginebra, oí de Alemania y departí por los ingleses en mi idioma, en una ferviente Buenos Aires. Que ahora mis detractores verán magnánimos a la Argentina, porque soy de allí como mi amigo Casares.
Siempre con el mal, inherente al hombre, pero que los lectores no paguen, me hizo ver desde las habitaciones rodeadas de arcanos, de donde rebosan los misterios, del lado penumbroso del camino de donde todos se repelen, los secretos universales, pesimistas y escépticos en que me embarcaba. El francés y el inglés amoldaron mi espíritu idiomático. Pero el español, el acento del Rio de la Plata, formaron uno solo en las ficciones.
Nunca se sabe lo que antecede al inicio de una labor, tampoco lo que prosigue al final de cada tarea. Nadie es testigo de su propio calvario, porque ser testigo es necedad de contarlo al jurado, y nadie más que uno viaja por el tártaro. Culpable o inocente. De uno en uno. Es que dicen que el hombre decide valerse de su egocentrismo cuando está entre los suyos, pero el viaje es indivisible. Y es necesario no contactar con los vivos, ni los criminales ni los dotados de santidad. Cada uno en lo suyo, y por lo suyo.
Sabrán más que yo, porque yo escribo una vez y ustedes leen varias veces, releen, e indican que el gusto está en repetirlas. Las enciclopedias, ustedes las descifran como consulta, para mí era lectura inminente. Tal vez, llegué a sorprender mis expectativas al interpretar esos ensayos de respuestas de los misterios del orbe, yo creo en los misterios por eso no los descifro, la solución es vana, solo queda entenderlas, y juzgarse así mismo por esos enigmas.
A saber de mi labor, soy un amanuense, por eso escribo. Porque me dictan y la memoria siempre está, al son de la rima y la métrica, para reservarlas, para forjarlas bajo el metro o en el transcurso a que me aventura la distancia de la biblioteca a mi hogar, hasta el infinito. En cualquier parte, hasta la lejanía inconmensurable del conocimiento humano, donde ya no llegan las mentes de hoy, al Olimpo de los dioses. Ya no requieren de la ayuda de Ulises para aventurarse, a riesgo de la tentación y la muerte, para conocer el inicio de esta civilización. Acaso mi ceguera los distingue de esa forma deforme. La razón de occidente está en esa morada sobre la montaña que separa a Macedonia de Tesalia. Donde se forjaron los héroes griegos, y de donde Dionisio enseñó a los mortales que las fiestas, orgias y la vid eran una trilogía teatral de la vida, inseparable, impostergable. Y el vino, el nenúfar de los dioses que sacía la sed, de pasiones y cóleras, de hombres, de héroes y mundanos, se delegan hoy por la fermentación del arroz, del azúcar, de la malta. Ya no cantan las musas como en la anterioridad, solo en las abras del Olimpo resuena Eco. Y se deleitan los últimos héroes de los hombres que navegan en el Egeo hacia el más allá.
Posiblemente la Grecia de los griegos, del país y su gentilicio, no procuran olvidar a Homero. Pero por este lado, entre el reverso y al anverso del mundo, el torrente que conduce la insignia de babel sigue arrasando con su desorden la biblioteca de Alejandría, que hasta hoy en día su estancia es temida. El saber es temido. Y me llamo Jorge Luis Borges, de prosa propia y de fantasía redentora. Redentora de la confusión de tantos géneros.
Como me dije; Yo, Borges: “Que el cielo exista aunque nuestro lugar sea el infierno”. Que sobre el dintel de la puerta de Poe, se posó el pájaro de la noche en aquel busto de la diosa de la sabiduría para eternizarse en los relatos dotados de asombro, de temor, de impresiones vanguardistas y que las ficciones muy bien se atrevieron a obrarlas y consagrarlas como reales, como propias. Como que Dios existe y no existe, para Jesús y Siddhartha, respectivamente donde orbitamos. Alrededor del sol.
Las melodías románticas de Brahms y las palabras de Schopenhauer se sintonizaron en los conductos sensitivos de mi entidad, o de algo llamado espíritu para los creyentes. La esencia disoluble del hombre en la naturaleza, en el viento, en el rio, volviendo a las diminutas partículas de la tierra y fundiéndose en los crisoles de Vulcano, conforman una vez más la materia de mi ya extinguido cuerpo, contrariamente a que sigo siendo Jorge Luis Borges en la eternidad literaria.
Los libros que me rodearon presumen de sapiencia, y lo son hasta que el hombre suele leerlas para que estas páginas de papiro y lomo de carnero traten de ser entendidas. Traten de entenderme. De no bifurcarse del jardín que sembraron mis trabajos y congenien nombrar a las plantas y los frutos con un “nomeninis scientificus”.
Mi nombre es Jorge Luis Borges, acentué en un léxico mortal cuando me identificara en las puertas del infierno de Dante. Beatriz en lo alto con su aura celestial clamaba: “Mi amado, que los laureles ornan tu comprensión. Dejad libre a este hombre de toda tortura”.
En vano se exige el indulto, ¿la obra de Dios merece su corrección? Yo no soy obra de Dios, y el silencio reverberó entre los labios de Beatriz.

Las melodías románticas de Brahms y las palabras de Schopenhauer se sintonizaron en los conductos sensitivos de mi entidad, o de algo llamado espíritu para los creyentes.


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