jueves, 8 de diciembre de 2011

COLUMNA: EL BUEN SALVAJE

Manuel J. Baquerizo: la retentiva de un maestro

Sandro Bossio Suárez

En el colegio, cuando ya tenía definida mi vocación literaria, empecé a leer, con arrobo, a Carlos Eduardo Zavaleta, quien me pareció un autor renovador, tan apartado de los clásicos peruanos del indigenismo, y me entusiasmé por conocer más a los novelistas extranjeros que lo habían inspirado: Faulkner, Dos Passos, Huxley.
Luego me atrajo mucho la poesía de Washington Delgado, de Romualdo, de Westphalen, de Calvo, de Scorza (a quien considero un poeta respetable mas no un buen novelista) y del gran Eielson. Después vino, ya en narrativa, Vargas Llosa, que no termina de deslumbrarme, y me acercó mucho más a la tecnología literaria: todo lo que sé, en cuanto a técnicas y arquitecturas novelescas, se lo debo a él. Ribeyro también influenció mucho en mi desarrollo, sobre todo estilísticamente. Otro autor a cuya influencia reconozco es Enrique Congrains, cuya novela "No una sino muchas muertes" fue, durante mis años de juventud, una verdadera biblia formatriz.
Sin embargo, mi verdadero acercamiento a la generación del 50 fue en 1997, al entrar en contacto con el crítico Manuel J. Baquerizo, quien, desde entonces y hasta su muerte, fue mi corrector, mi preceptor, mi guía. No puedo concebir hombre más sosegado y sabio, ni más amistoso, ni más inteligente a la hora de volcar una crítica literaria. Es justo reconocer que fue él quien me abrió la venda de los ojos, pues, hasta conocerlo, mi tartajeante literatura no había sido sopesada por nadie, y yo, sobre mis propios errores, seguía escribiendo engañadamente. Pero apareció Baquerizo, a quien yo había leído muchas veces en el suplemento dominical "Variedades" del diario “Correo” y en alguna otra revista literaria, y nuestras interminables tertulias fueron increíblemente aleccionadoras. Me corrigió mucho, y yo aprendí de esas correcciones, aunque a veces fue duro, y cuando él enfermó, decidí escribir una novela con todo lo que me enseñó. La primera vez –recuerdo– me devolvió mis cuentos corregidos con un lapicero rojo y sentí, lo confieso, una gran desazón por las pocas palabras que habían quedado en pie. Y eso me enseñó. Después de cada reunión con el maestro, regresaba a casa a practicar, y estudiaba con lápiz, papel y diccionarios cada una de sus correcciones. Realmente, me fanaticé. De ese modo Baquerizo me puso sobre el camino, y ahora que he dado unos pocos pasos sopeso lo mucho que le deben éstos al maestro, mi maestro. Así nació la novela “El llanto en las tinieblas”, que, por lástima, fue publicada a los pocos días de su muerte, y él nunca pudo leer.
Lo que pocos saben, y es hora de confesarlo, es que Manuel J. Baquerizo también leyó y corrigió algunos capítulos de “La fauna de la noche”. La novela empezó a escribirse en 1998 y estuvo lista en su primera versión en el 2000. Fue entonces (ya cuando teníamos entre manos el ambicioso proyecto de la revista literaria “Ciudad letrada”) que le alcancé el manuscrito del libro. Lo leyó, se emocionó, recuerdo que de inmediato conversó sobre el tema con Zeín Zorrilla y Oswaldo Reynoso, y hasta se preocupó por buscarle un editor. Lamentablemente, el libro no estaba listo, como yo creía, y tras ocho versiones más (en una de las cuales se incorporó la parte histórica de los médicos asesinos de Salamanca para armar el contrapunto de la novela) recién estuvo terminada, con su punto final como debe ser, en 2009.
Quiero decir que Manuel J. Baquerizo era un enamorado de la literatura, de la belleza intelectual, y su contagiante entusiasmo hizo que me apasionara por la estética literaria. Gran amigo de todos los escritores de su generación, no se cansó de compartir conmigo sus remembranzas, sus anécdotas, ni de tutelar con rigor mi arduo noviciado. Como se puede ver, le debo mucho a la generación del 50, y tanto más a Manuel J. Baquerizo, quien, definitivamente, sigue viviendo, palpitante, en mi corazón, como sigue latiendo en el corazón de casi todos los intelectuales del Perú.

Después de cada reunión con el maestro, regresaba a casa a practicar, y estudiaba con lápiz, papel y diccionarios cada una de sus correcciones. Realmente, me fanaticé.

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