jueves, 22 de julio de 2010

El buen salvaje / Especial Día del Padre (1)

(Edición 318 del 19 de junio de 2010)

Las edades de papá

Sandro Bossio

Un día vi a un hombre muy elegante, con traje marrón y corbata moteada, todo oloroso a caballero inglés, asomarse por la puerta grande de la casa donde siempre viví. Yo era muy pequeño, tres o cuatro años, y no supe distinguir el gran parecido que ese señor de talle inglés y yo, enano y revejido, teníamos. Era mi padre.
Aprendí a quererlo en la puerta de mi casa, sin esperar nada a cambio, solo por el hecho de disfrutarlo de vez en cuando por un momento. Me acostumbré a verlo llegar con una canasta rebosante de frutas y a que se fuera dejándome una infaltable moneda en mi manita sudada. Lo que más adoraba de él, aparte de su talle inglés y su olor a colonia, eran sus juegos. Elegante y todo, jamás se negó a cargarme y darme volteretas por los aires, y jamás me dijo no a ninguna de mis exigencias. Aún me estremezco cuando recuerdo sus manotas blancas, nervudas, cogiéndome de mis bracitos enclenques para darme un par de volatines, y aún me escarapelo cuando recuerdo sus brazos fuertes estrechándome cada vez que nos despedíamos. Me encantaba treparme a su Oldsmobile blanco de asientos rojos. O a su station wagon amarillo. O a su Gran Torino verde. Me encantaba que me llevara a pasear al puente de la avenida Huancavelica (aseguran que yo pedía a gritos ir al “cuente”) y a tomar sopa a la minuta (también aseguran que yo pedía ir al “totolante”). De esa lejana época (época de dictaduras cerriles) datan los recuerdos más bellos que guardo de mi padre. En una ocasión alguna malvada le llamó por teléfono para decirle que su hijo había muerto y él se apareció en casa con el rostro humedecido en el preciso momento en que yo, vivito y coleando, me revolcaba por los suelos como muestra de mis incontrolables pataletas.
Pronto me enteré que el elegante caballero no era inglés, sino más bien italiano, pues provenía de una antigua casta holandesa afincada en el siglo XVI en Venecia y Milán, y que los primeros Bosio (así, con una sola “ese”) llegaron al Perú a fines del siglo XIX escapando del brigantismo. Muchas veces mi padre me contó de esos dos hermanos que, un buen día, arribaron al Callao en un barco infestado, y que se dedicaron a varios oficios menores: zapateros remendones, sopladores de vidrio, maquinistas ferroviarios. El apellido inicial cambió a “Bossio” (con doble “ese”) por decisión de uno de ellos: cansado de que el otro sedujera mujeres, armara peloteras en los bares portuarios, fuera detenido por los gendarmes cada semana, decidió cortar su vínculo sanguíneo adicionándole una “ese” al apellido primigenio. Después el hermano del apellido con una sola “ese” murió y mi tío bisabuelo, que tenía ocho hijos, se hizo cargo de los otros ocho hijos del hermano fallecido. Por eso el Callao está lleno de Bosios y de Bossios. Todos ellos son mis parientes. Claudio Pizarro Bossio, el futbolista. También Alberto Bossio Correa, exdirigente del Movimiento Homosexual de Lima. Y, en Buenos Aires, Zeta Bossio, el de Soda Stereo, quien firma con las dos “eses” de la línea peruana y no como el apellido original.
Según la genealogía, el apellido es una derivación de “Bosius”, “Boso” y “Bosom”, todas voces germanas, que significan “malo” y “malvado”.
Pero el patronímico se equivoca. Mi padre es uno de los hombres más nobles, gentiles y solidarios que conozco. Un dador. Recuerdo con orgullo sus muchas muestras de clemencia para con sus enemigos. Recuerdo sus limosnas santas, sus atenciones con la gente que lo paraba por la calle, sus inconfesables muestras de piedad con el prójimo. Recuerdo también su inextinguible buen humor.
Mucho aprendí de él.
Músico virtuoso (toca el violín, el piano, el órgano, el acordeón y la armónica, como en Milán sus ancestros tocaban el cromorno o la zanfona), devorador de novelas de vaqueros y acuarelista notable, mi padre ha cosechado la bondad de toda su ascendencia.
Debo describirlo como compasivo, fácil de lágrimas, corto de carácter y muy complaciente (algo debo haber sacado yo de él, pues cuando salgo con mis hijas a comprarles zapatos termino, a insistencia de ellas, comprándoles celulares). Ha dejado estigma en mi vida intelectual: mucho de lo que conversamos durante nuestras largas caminatas por la Calle Real (cuánto las añoro, la verdad) se ha transformado en artículos periodísticos, en cuentos y hasta en capítulos de novelas.
Impoluto en su carrera política (fue síndico de rentas del Consejo Municipal de Huancayo en dos ocasiones y actuó como alcalde en más de una, además de haber sido gobernador, subprefecto y prefecto de Huancayo en varias oportunidades), mi padre tiene una nombradía mayor: ser un humano lleno de virtudes, nostalgias y ternuras sin parangón.
Ahora que he empezado a peinar canas, porque he cumplido la edad en que me engendró, tengo la dicha de decir que de él jamás recibí una paliza, ni siquiera la más mínima, sino solo afecto y respeto. “Nunca hables mal de nadie”, me dijo y lo he cumplido.
Feliz cumpleaños y feliz día del padre, papá.


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