domingo, 12 de febrero de 2012

Baquerizo y el bautizo de Vargas Llosa

Sandro Bossio Suárez



Manuel Baquerizo Baldeón representaba, solo, toda la generación del 50. No se puede imaginar un intelectual más completo y sosegado, ni más amistoso, ni más clarividente a la hora de volcar una crítica de arte. Aquí una anécdota y, de paso, un testimonio a modo de homenaje.

—¿Usted conoce a Vargas Llosa? —le pregunté a Manuel Baquerizo Baldeón.
El maestro afirmó con la cabeza. La redacción del periódico donde trabajaba quedaba en el segundo piso, pero no teníamos recepción, de manera que recibíamos a nuestros invitados en el patio. Esa noche, Manuel Baquerizo había llegado abrazado de la última novela de Mario Vargas Llosa, una sobre un señor que anotaba en un cuaderno sus fantasías eróticas. Imaginé que Baquerizo, con lo distinguido que era en el mundo intelectual, podía haber alternado con el futuro premio Nobel.
Pese a que mi tarea de editor había quedado inconclusa, lo invité a sentarse en uno de los sillones verdes colocados a la intemperie, debajo de la arquería, y me senté a escucharlo. Me contó que en una ocasión los críticos Abelardo Oquendo y Carlos Araníbar, integrantes de un círculo de escritores en ciernes de la universidad de San Marcos, lo invitaron a una tertulia de amigos. Entre ellos había un muchacho desconocido del círculo, alto, espigado, que iba por primera vez a la reunión. Le invitaron a leer un cuento y él lo hizo, interrumpiéndose cada tanto, balbuciendo, sobreponiéndose a su propio nerviosismo. “Todos lo escuchábamos con atención. Se trataba de un cuento sobre una extraña mujer que contaba su vida en los cafés y bares de Lima”, recordaba Baquerizo. La reunión, lamentablemente, fue desalentadora para el muchacho: al finalizar, todos lo miraron, guardaron silencio, y cuando reanudaron la conversación empezaron a hablar de otras cosas, evadiendo desdeñosamente su cuento: “Era Vargas Llosa, oiga usted, y era todavía estudiante. No sabe la pena que me causó que nadie le hiciera caso”.
Por supuesto, me fascinó la anécdota, como me fascinó el modo de narrar, de pegar la hebra de Baquerizo, a quien a partir de entonces empecé a ver con muchísimo más respeto. Me enteré que acababa de cesar en la Universidad Nacional del Centro, en el cargo de vicerrector, y que ahora se dedicaba exclusivamente a lo que mejor sabía hacer: potenciar la cultura. Leía desde las seis de la mañana, periódicos, libros y revistas, y por la tarde se sentaba a escribir largos y cerebrados ensayos sobre arte y literatura; es decir, vivía una vida más rica e intensa que la realidad cotidiana, como lo decía él mismo. Nuestra amistad era, todavía, germinal.
Después de cada reunión con el maestro, regresaba a casa a practicar, y estudiaba con lápiz, papel y diccionarios cada una de sus correcciones. De ese modo Baquerizo me puso sobre el camino, y ahora que he dado unos pocos pasos sopeso lo mucho que le deben éstos al maestro, mi maestro. Así nació la novela “El llanto en las tinieblas”, que, por lástima, él nunca pudo leer.
Me alentó a presentarme a concursos, promocionó mi nombre entre los escritores de Lima, festejó mis premios como si fueran suyos. También leyó el primer borrador de “La fauna de la noche”. Conversó sobre él con Zeín Zorrilla y Oswaldo Reynoso, y hasta se preocupó por buscarle un editor. No se cansó de compartir conmigo sus remembranzas, sus anécdotas, ni de tutelar con rigor mi arduo noviciado. Como se puede ver, le debo mucho a Manuel J. Baquerizo, quien, definitivamente, sigue viviendo, palpitante, en mi corazón. Gracias, maestro.

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