domingo, 12 de febrero de 2012

Cultura y sociedad




Diana Casas

Leopoldo Chiappo decía: “El hombre segrega cultura como la araña segrega la interminable sustancia con la que construye su morada… [La cultura] es la red en la que el hombre habita suspendido sobre el abismo”.
La cultura es la casa del hombre. Expresa su experiencia y actividad. Todo lo que rodea al hombre, desde la simple cabaña hasta el más increíble edificio en Dubai, desde el humilde cucharón de palo hasta el “tablet” más sofisticado de Apple, desde el signo más básico hasta la teoría cuántica, es resultado del desarrollo cultural. Sin cultura, el hombre habría fracasado.
La cultura es, entonces, una trama necesaria a la supervivencia y al desarrollo humanos Sin embargo, como bien dice Chiappo, en la sutil red cultural es también posible perecer atrapados como moscas. “Podemos ser constructores de cultura o ser presa”, porque la cultura actúa como un espejo ante el cual el hombre se reconoce a sí mismo, se hace autoconsciente y se convierte en agente de su propia historia, responsable de sí mismo y de su destino histórico. Y así como en periodos de esplendor construye imperios, en otros se desbarranca en la más absoluta decadencia, para luego reconstruir su mundo y su cultura nuevamente, tal como hace la araña con la tela que teje cada noche. Así, pues, la cultura no es inofensiva, sino, por el contrario, es fuego que brilla y quema con gran fuerza, que impele a la acción y al cambio. Tiene, por tanto, una dimensión operativa, transformadora, que a ciertos sectores interesados en mantener el “status quo”, resulta peligrosa.
De ahí que estos sectores retardatarios sostengan la cultura inversa, la cultura predatoria que nos convierte en presas, la anticultura de la parálisis y la ignorancia, de la infertilidad espiritual e intelectual, de la renuncia a nuestra responsabilidad con el futuro y la historia.
Cuánto desprecio hacia la cultura hay en una sociedad que la presenta como un complaciente y sofisticado tópico de salón. Que la ve como el pretexto ideal para organizar reuniones publicitarias o el disfraz más apropiado para fundar asociaciones supuestamente sin fines de lucro. Cuánto temor a sus posibilidades creadoras y movilizadoras en quienes buscan falsificarla convirtiéndola en simple entretenimiento. O en quienes la monopolizan, convirtiéndola en un bien de lujo, solo accesible para quienes pueden pagarla.
Esta forma alienada de ver y operar la cultura requiere desenmascararse y revertirse de formas muy concretas. La cultura no es una abstracción. Es un quehacer cotidiano que toca todos los aspectos de la vida humana y que a partir de sus expresiones más sublimes: el arte, la reflexión y el trabajo cognoscitivo, debe llevar a la acción para la transformación.
En nuestro país, esto supone compromisos muy claros que pasan por valorar primero nuestra tradición cultural para, sobre esa base, romper con lo que Gonzalo Portocarrero llama las “mareas colonizadoras” que nos han llevado a autocalificarnos como pobres y subdesarrollados, vasallos y atrasados. Romper con esta visión dominadora y cosificante del conquistador, y recuperar los valores humanistas, implica tomar conciencia de la crisis moral causada por el egocentrismo de las metrópolis hegemónicas movidas por el lucro, y asumir el compromiso de poner en juego toda nuestra potencia y fuerza creativa para construir un futuro de tolerancia, inclusión, igualdad, libertad y diálogo, con verdadero activismo y sin miedo.

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