domingo, 12 de febrero de 2012
La novela sidatoria
Daniel Gutiérrez Ventocilla
Un mal anónimo aparece a principios de la década de los 80, con el objetivo de eliminar las defensas del hombre hasta hacerlo vulnerable a cualquier enfermedad, y así matarlo. En 1983, un grupo de investigadores, dirigidos por el médico francés Luc Montagnier, identifican y revelan públicamente al virus, llamándolo SIDA. Han pasado ya tres décadas y aunque sabemos quién es el asesino, no podemos conjurarlo con remedio alguno.
Este virus, cuando se incubó en el cuerpo de algunos escritores, dio inicio a un conjunto de novelas que bien podemos llamar “sidatorias”. Éstas se desarrollan a través de un hilo conductivo similar en su temática —por estar inspiradas en hechos reales—, con características propias. Así tenemos el testimonio que, generalmente, narra cómo el SIDA acompaña al personaje; y la resignación, con la cual los protagonistas son conscientes de no tener remedio y que se acercan a una muerte predestinada.
“Al amigo que no me salvó la vida”, del francés Hervé Guibert. Esta obra testimonial hace referencia a su colega y amigo, el filósofo Michel Foucault, quien murió infectado en 1984. “El tratamiento compasivo” viene a ser la continuación de la anterior, donde describe su propio decaimiento y la revelación de un remedio. Guibert comentó sus textos declarando: “Mis personajes, hoy están en todas partes, son centenares, miles”.
“Confesiones de un sui-sida”, de Roberto Giorgi. Narra la historia de un joven que lucha contra el padecimiento y la discriminación de su entorno. Así también “Philadelphia”, de Davis Christopher, describe la vida de un prominente profesional que ve truncada su carrera por ser homosexual y portador del VIH. Para hacer respetar sus derechos es asesorado por un abogado que padeció años anteriores semejante injusticia por ser negro.
“Toda esa gente solitaria” es una antología testimonial de 18 pacientes del sidatorio cubano. Por otro lado, en “Salón de Belleza”, Mario Bellatín no nos habla de un hospital, sino de un galpón en la trastienda de una estética, que funcionaba como moridero para enfermos en fase terminal —no se nombra textualmente como SIDA, pero se deduce por los síntomas descritos—, a cargo de un estilista, también portador, quien considera un acto de inhumanidad el tratar de mantenerlos en vida.
Reinaldo Arenas tuvo una vida de novela y una gran novela para la vida titulada “Antes que anochezca”, donde él revela su decaimiento físico a causa del VIH, pero siempre firme en sus ideales: “El SIDA es un mal perfecto (…) su función es acabar con el ser humano de la manera más cruel. Esta perfección diabólica es lo que hace pensar, a veces, en la posibilidad de intervención de la mano del hombre. (…) Los gobernantes del mundo entero tienen que sentirse muy contentos con el SIDA, pues gran parte de la población, que no aspira más que a vivir, desaparecerá con esta calamidad”.
Esta novela fue magistralmente interpretada en el 2000, en una película de igual título, por la cual Javier Bardem fue nominado a mejor actor en los Premios Oscar 2001.
“Julio Cortázar” es el revelador ensayo de Cristina Peri Rossi. Aquí afirma, para sorpresa de muchos, que el novelista argentino muere el 12 de febrero de 1984, no por leucemia, como dicen los partes de necropsia, sino por el SIDA, debido a una transfusión de sangre que se le hizo en Francia en 1980. La autora, amiga cercana de Cortázar, recuerda lo que Julio le dijo muy contento, aquella vez: “Cristina, soy un hombre nuevo. ¡Tengo dos litros y medio de sangre nueva!”, sin saber que esto le daría una alegría efímera, porque los partes médicos posteriores a la transfusión afirmaban “la presencia de un virus indeterminado. Tal sospecha se concretó cuando en el 84 se produjo un enorme escándalo en los hospitales franceses, pues venían haciendo transfusiones sin las medidas preventivas necesarias. Respalda, aún más, esta afirmación, la posterior muerte de su esposa, Carol Dunlop, por el VIH.
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